La cripta de POMBO y la
biblioteca de Dámaso Alonso
Antes de nada feliz 2021, cosa
muy fácil pues peor imposible. Como decíamos de Vicente Aleixandre, siempre
enfermo, ARTEZ tiene “una mala salud de hierro”. En cada número, Carlos Gil
traza su Automoribundia, pero todos sabemos que Artez seguirá ahí, que nunca
morirá. Automoribundia es la autobiografía de Ramón, Ramón Gómez de la Serna,
de la que se ha nutrido ampliamente Manuel de Prada, ideólogo de “helo
Julia”, Onda Cero, en la medida que
Julia Otero se lo permite, que no es mucho. A mí, de Julia Otero lo que más me
gusta es el señor Monegal, crítico de televisión con retranca e ironía. Como no
veo televisión, salvo para viejas películas de cine negro y del oeste, no sé si
el señor Monegal es bueno o malo. Hace
unos días la Otero le ha hecho una buena entrevista de guante blanco a
Margarita Robles, ministra de defensa.
De Automoribundia, gran libro de Ramón, se deduce que éste siempre se
estuvo muriendo, entre un apacible exilio, pronto rectificado, y las calles de
Madrid. Y la cripta sagrada del café
Pombo, en la calle Carretas, un
santuario vanguardista del que queda constancia en un célebre cuadro de Gutiérrez Solana. A mí lo que más me gusta es su biografía
desmesurada de Valle Inclán de la colección Austral, en la que cuenta cómo este
perdió verdaderamente el brazo, que no
fue en la disputa a bastonazos en un café.
Perseguido por un león hambriento, Valle se cortó el brazo y se lo arrojó. De Prada es un retórico y un dialéctico
vaticanista que hace tiempo ganó el premio Nadal. Protegido de Francisco Umbral
al principio, este terminó repudiándolo no recuerdo por qué.
Artez sobrevivirá a estos tiempos
y a los venideros, entre otras cosas porque quienes escribimos en Artez estamos empeñados en que sobreviva. Carlos Gil me editó un libro que yo quiero
mucho, La Argentinita, escrito en colaboración con Diana de Paco. En
cierta ocasión me ofreció publicar, y representar, nueve monólogos de mis nueve actrices
favoritas, cosa que nunca me he decidido a hacer.
Bertold Brecht y los malos
tiempos
“Malos tiempos para la lírica”,
escribió Bertolt Brecht. Y también para la épica y la dramática. Malos tiempos
para todos y para todo. La calle es hoy una obra de teatro inmensa, una
procesión de fantasmas, de hijos de la ira y mujeres con alcuza, que escribió
don Dámaso Alonso en tiempos de la pandemia del hambre, de los odios, reciente
aún la incivil guerra del 36, año 1943.
Antes del confinamiento yo pasaba casi a diario cerca de donde estuvo la casa
de doña Eulalia y don Dámaso, una casa
de 25.000 libros, entre los cuales don Dámaso escondía una botella de coñac,
que Eulalia le tenía prohibido. Don
Dámaso, presidente de la Academia de la Lengua, el eminente filólogo, el poeta
airado amigo del apacible Aleixandre. Según cuentan malas lenguas, a punto
estuvo de originar un conflicto diplomático porque se le fue la mano al culo de
la esposa de un embajador subiendo unas
escaleras mecánicas.
Irónico, festivo, solo le conocí un enemigo,
Pablo Neruda al que detestaba como persona y puede que, por extensión, también
como poeta. Cuando Federico fue asesinado, la cólera de Pablo Neruda estalló en un poema . “Y
vosotros, los Dámasos, los Gerardos ¿qué hacíais mientras tanto?”. Don Dámaso
nunca se lo perdonó.
En un terrible accidente ferroviario, lo
rescaté a él y a Eulalia en Jaen, la
Carolina. Los rescaté del vagón accidentado, los puse bajo un olivo y llamé a
la guardia civil que solícita los trasladó a Madrid. A mi regreso me invitó a
su casa, un chalé en Alberto Alcocer casi esquina a Padre Damián con un amplio
terreno por delante polvoriento y sin edificar. Era yo redactor de una revista
para maestros de escuela y le invité a colaborar en ella. Me preguntó, “señor Villán y esa
revista ¿remunera las colaboraciones?”. Las remuneraba y la cantidad le pareció
razonable. Me apunté un importante tanto en la revista y me hice asiduo de la
casa de don Dámaso y le pasaba a máquina algunos de sus escritos. Doña Eulalia
Galvarriato me abría la puerta buscando mi complicidad para encontrar el coñac
que era incapaz de hallar. Una botella, de Terry o de Soberano, podía durarle a
don Dámaso semanas e incluso meses. Lo sé porque yo era el proveedor. Pese a lo
cual, jamás me invitó a una copa. Era tía de Juan Antonio Payno, un jovencísimo
escritor que acababa de ganar el premio
Nadal con una novela titulada El curso. Se vendió mucho y las malas
lenguas dijeron que la había escrito Eulalia, cosa harto improbable. Payno
desapareció del panorama literario y se dedicó a la docencia, donde adquirió
fama de excepcional enseñante.