Mis amigos de Iruña son unos tocapelotas
y
unos gamberros de tal por cual,
con permiso de San Fermín. No hay derecho que a cada hora me llamen para darme
noticia del punto del ajoarriero, de cuántas botellas de crianza han trasegado
y del resultado del encierro. El lunes ocurrió una cosa curiosa. Voces conocidas me iban
informando por telefono del desarrollo de la corrida mientras estaba en la plaza y yo me partía de risa; al fin se apercibieron del ruido de la plaza. No
daban una a derechas. Ni a izquierdas y andaban ya un poco calamocanos. Acabado
el festejo salí de naja hasta Cizur, sin dar ocasión a pegarle un tiento a la bota. Para evitar
peligros mayores. Cuando nos hacíamos confidencias de nuestras cuitas y aburrimientos Joaquín Vidal -cuyo premio ha desdeñado
JT- y yo, nos conjurábamos para no pisar nunca más una plaza de toros;
mentira. Pervive la querencia.
Mi maltrecha anatomía y otras
ocupaciones más livianas que la crónica taurina apenas me permiten ir a los
tendidos. Pero me moriría si faltara a La Maestranza, la Monumental de Pamplona
o Vista Alegre de Bilbao; aunque sólo sean dos o tres días. Volveré alguna tarde
más a Pamplona, pero ya estoy en Madrid,
en mis predios serranos de Colmenar Viejo, cerca de donde pastan las reses de
don Victoriano del Rio. Volveré
todavía alguna tarde, casi a escondidas; porque el vino que no se pueda mear
pacíficamente es mejor no beberlo. Eso siempre, pero en edad de provecta
senectud, mucho más. Liberado ya de los Encuentros de Críticos Teatrales de Almagro, Pamplona es
un buen descanso. A Jaime Sanz, comandante del Ejército Taurino, y no sé si todavía
republicano, de Vinaroz, imperturbable e irrevocable sanferminero, lo veré en
Valencia en la Fira de Juliol; a él y a todos los Machacos; en materia de
juerga los Machacos son tan peligrosos como los mozos pamplonicas. La Universidad
Menéndez y Pelayo me ha invitado al Congreso Internacional de Tauromaquia a una ponencia: toros, cultura e historia y
cartel redondo con Wolff, Andrés Amorós, Luis Alberto de Cuenca y otros padres
procesales. Para mí, más que Fallas, Valencia es Julio por siempre jamás amén.
Hoy estoy en Madrid, en el Plus. Si
lo sé no vengo, pues a mí del Plus lo que más me interesa es Elena
Salamanca y no aparece en efidie. Bueno, también me interesa David Casas y Emilio Muñoz, al que sigo prefiriendo
como torero grande de la escuela trianera antes que como comentarista; y una realización de arte y ensayo.
Pero Elena Salamanca me interesa más desde que, con la gran flamenca María Toledo, la insólita y bella Argentinita, con José Manuel Seda de Federico García Lorca, hacíamos Los toros a escena por los campos de Castilla. Si un dia se pusiera en escena profesional -no en lectura como la histórica y reciente sesión del María Guerrero- este espectacular musical taurino-flamenco-político, el director tiene ahí dos nombres.
Imponentes los toros de Victoriano del Rio, pavorosos de
pitones: asustantes y terroríficos. La Casa de Misericordia paga bien y los ganaderos
llevan a San Fermín la cabeza de camada. El primero se quebró una mano y Padilla lo ejecutó
en el ruedo. El segundo le dio tal paliza a Fandiño, que a punto estuvo
de partirle la madre. Sobrevivió el torero vasco a la tempestad de hachazos y
cuchilladas, al aparato eléctrico de rayos y truenos del victoriano. Y se llevó una oreja de trinchera.
Corrida más espectacular de presencia
que de juego. Los banderilleros tomaron precauciones ante aquellas empalizadas
de testas temerosas. Y Juan José Padilla no quiso ver al cuarto, al que, en
cambio y a favor de merienda, entendió
razonablemente y toreó muy despacio. Casi tan despacio como una vez lo ví en el Logroño de mis amores. Juan del Álamo prosigue una
trayectoria ascendente que irá madurando poco a poco; pero tendrá que afinar la
espada. Torero más de fondo que de relumbrón, aunque las vulgarísimas manoletinas
postreras puedan inducir a un juicio distinto.
Entre la batalla del segundo, la horripilante y horrísona cogida, la garra
acelerada que desplegó en el encastado quinto
y el estoconazo letal, Iván
Fandiño abrió la Puerta Grande del Encierro. Y al victoriano le dieron una generosa vuelta al ruedo.
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