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domingo, 28 de junio de 2020

FILOSOFÍA de un HACHA y un CONVENTO


Mitologías y rezos de una abadía

Lebanza era un pueblo pequeño a unos tres kilómetros de la abadia, de ahí el nombre,  abadía de Lebanza. A cinco kilómetris, más o menos, estaba San Salvador de Cantamuda, capital de la zona y con una iglesia espléndida.   Ésta La abadía debe de estar en ruinas y deshabitada o acaso reconvertida en centro para estudios y cursos de verano. Pero en el recuerdo de muchos forma parte de una mitología del espíritu. Hace  años que no voy por allí, creo que más de 30. Fue por  imperio de la melancolía o el vano intento de recuperar algo que ya sabía imposible: el tiempo pasado. Con el tiempo, nunca sabemos si es ganado o es perdido. Tiendo a pensar que nunca se pierde el tiempo, que nos va conformando, que nos modela. La vida en Lebanza era austera y monacal: rezos y estudios. Yo rezaba poco y estudiaba mucho. Estudiando aprendía y aprender es siempre divertido. Supongo que la disciplina  en Lebanza era un poco más severa que en cualquier otro internado de jóvenes. Se controlaban, especialmente, amistades que pudieran parecer demasiado intensas  entre los alumnos, -tercero, cuarto y quinto de latín- sin por ello atribuirles especial significado. Para ello los profesores tenían una pregunta clave; “hijo ¿tú viajas?”. Viajar era una metáfora que aludía a las relaciones afectuosas con un compañero, aunque en ningún momento pudieran ser consideradas homosexuales. Nunca supe quiénes de mis compañeros viajaban o si viajaban o no   viajaban. O si existía el "viaje" Los niños/adolescentes suelen ser crueles y los seminaristas, a quienes se debiera suponer ciertas dosis de piedad,   no éramos excepción; carecíamos de caridad cristiana. Y si alguno mostraba ademanes corteses y delicados, frente a la tosquedad de los demás, lo llamábamos puella, que en latín quiere decir niña, con doble ele. El edificio era amplio y dividido en muchas dependencias, pasillos interminables, refectorio, salas de clases, salón de estudios, etecé:  y un patio central en el  que, cuando llegaban los temporales de nieve, esta alcanzaba  hasta las ventanas.
La abadía estaba al pie de un monte que llamábamos la Pica. Desde su cumbre se divisaban los Picos  de Europa, cadena de montañas altísimas  y el Curavacas, un imponente pico, sueño de montañeros y escaladores difícil de alcanzar. A la entrada, en una humilde casa de criados, vivía Marcelino, un viejo gruñón, pero buena gente, junto a una enorme leñera que cortaba diariamente con devoción. Marcelino se enfurecía si le tocaban el hacha, propiedad sagrada. A mí me quería, acaso porque le llevaba bocadillos de mortadela, y sobras de comida, aunque las monjas  le proveían  de  buena  pitanza y, de vez en cuando, le llevaban la muda para cambiarse de ropa. “Marcelino…, me prestas el hacha…?”, decíamos. Y había que salir corriendo para escapar de su cólera. Su hacha era su dios. Tengo un recuerdo especial y filosófico de Marcelino. Pienso que, en contra de las apariencias, su vida tenía sentido, él se lo había encontrado: cortar leña para las monjitas. Y, por lo tanto, el instrumento de esa realización material y espiritual era su hacha siempre afilada.

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