Mitologías y rezos de una abadía
Lebanza era un pueblo pequeño a
unos tres kilómetros de la abadia, de ahí el nombre, abadía de Lebanza. A cinco kilómetris, más o menos, estaba San Salvador de Cantamuda, capital de la zona y con una iglesia espléndida. Ésta La abadía debe de estar en ruinas y deshabitada o acaso
reconvertida en centro para estudios y cursos de verano. Pero en el recuerdo de
muchos forma parte de una mitología del espíritu. Hace años que no voy
por allí, creo que más de 30. Fue por
imperio de la melancolía o el vano intento de recuperar algo que ya
sabía imposible: el tiempo pasado. Con el tiempo, nunca sabemos si es ganado o
es perdido. Tiendo a pensar que nunca se pierde el tiempo, que nos va
conformando, que nos modela. La vida en Lebanza era austera y monacal: rezos y
estudios. Yo rezaba poco y estudiaba mucho. Estudiando aprendía y aprender es
siempre divertido. Supongo que la disciplina en Lebanza era un poco más severa que en
cualquier otro internado de jóvenes. Se controlaban, especialmente, amistades
que pudieran parecer demasiado intensas
entre los alumnos, -tercero, cuarto y quinto de latín- sin por ello atribuirles especial significado. Para ello los
profesores tenían una pregunta clave; “hijo ¿tú viajas?”. Viajar era una
metáfora que aludía a las relaciones afectuosas con un compañero, aunque en
ningún momento pudieran ser consideradas homosexuales. Nunca supe quiénes de
mis compañeros viajaban o si viajaban o no
viajaban. O si existía el "viaje" Los niños/adolescentes
suelen ser crueles y los seminaristas, a quienes se debiera suponer ciertas
dosis de piedad, no éramos excepción;
carecíamos de caridad cristiana. Y si alguno mostraba ademanes corteses y
delicados, frente a la tosquedad de los demás, lo llamábamos puella, que en
latín quiere decir niña, con doble ele. El edificio era amplio y dividido en
muchas dependencias, pasillos interminables, refectorio, salas de clases, salón
de estudios, etecé: y un patio central
en el que, cuando llegaban los
temporales de nieve, esta alcanzaba
hasta las ventanas.
La abadía estaba al pie de un
monte que llamábamos la Pica. Desde su cumbre se divisaban los Picos de Europa, cadena de montañas altísimas y el Curavacas, un imponente pico, sueño de
montañeros y escaladores difícil de alcanzar. A la entrada, en una humilde casa
de criados, vivía Marcelino, un viejo gruñón, pero buena gente, junto a una
enorme leñera que cortaba diariamente con devoción. Marcelino se enfurecía si
le tocaban el hacha, propiedad sagrada. A mí me quería, acaso porque le llevaba
bocadillos de mortadela, y sobras de comida, aunque las monjas le proveían
de buena pitanza y, de vez en cuando, le llevaban la
muda para cambiarse de ropa. “Marcelino…, me prestas el hacha…?”, decíamos. Y
había que salir corriendo para escapar de su cólera. Su hacha era su dios.
Tengo un recuerdo especial y filosófico de Marcelino. Pienso que, en contra de
las apariencias, su vida tenía sentido, él se lo había encontrado: cortar leña
para las monjitas. Y, por lo tanto, el instrumento de esa realización material
y espiritual era su hacha siempre afilada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario