Lucia Bosé, la belleza agraviada
Ha muerto Lucía Bosé, acaso
su fantasma, la sombra en azul de la
que fue declarada la “más bella del
mundo”. Cuando en el mítico Oliver de Adolfo Marsillach y Jorge Fiestas, nocturnal
y dipsómano, se le recordaba esta circunstancia Lucía contestaba: “en cualquier
aldea del mundo puede haber una muchacha más bella que Lucía Bosé”. No era
mujer de frases, era una mujer solitaria a la que le gustaba rodearse de
poetas. Acababa de separarse de “el torero”, o sea Luis Miguel Dominguín, y se
dejaba acompañar, por un ganadero, Pérez Tabernero, al que llamaba “el
vaquero”. Este odiaba a los poetas que,
a imagen y semejanza de Berceo,
cambiaban con Lucia Bosé versos por vino y bocadillos de jamón o una tortilla
de patatas: “bien valdrán, según creo,
un vaso de bon vino”. Pérez fue la triste sombra enamorada de quien era la diosa de los mejores directores del
mundo, la diosa que Juan Antonio Bardem puso a nuestro alcance con una película
memorable: Muerte de un ciclista.
Años más tarde, Lucía publicó un
poemario que no he leído y, por lo tanto, no juzgo. En el Oliver, Lucía no leía versos, sólo los escuchaba. A quien más escuchaba era a Carlos Oroza,
un poeta maldito, se decía, el único poeta beat, que ha dado España: “Évame,
évame Malú si me transito”. O “una flor no puede ser hermosa si no dejáis que
el trigo crezca en las fronteras”.
Carlos Oroza, enclenque, no había muerto de hambre porque se había
acostumbrado a no comer, vivía del aire, era un poeta del aire y espiritual, como le gustaba decir a Claudio Rodríguez.
Carlos Oroza era idolatrado por los estudiantes, sobre todo por los estudiantes
del Colegio Mayor San Juan Evangelista, el más rebelde y heterodoxo de los
señoritos ricos. La leyenda de que Carlos Oroza se había casado con una rica
heredera de los Domecq, de la que se separó al poco tiempo, les fascinaba
aunque no les redimiera de su mala conciencia.
Durante unos meses, el día uno o,
a lo más tardar el dos o el tres, alguien dejaba en Oliver un sobre rosa con
tres mil pesetas dentro y una cuartilla también rosa con la expresiva firma de unos labios rojos en ella impresos.
Siempre pensamos que la remitente anónima era Lucía Bosé. Ese día había
jolgorio y fiesta, pues Carlos era generoso y, después de pagar su pensión de la calle Jardines, compartía su riqueza..
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