QUIÉN MATÖ al CONDE de VILLAMEDIANA
LIBRO OBJETO de ARTE. A propósito de la suntuosidad de Don de la insolencia, de Carlos Aganzo. Edit Siruela.Y de la
austera elegancia de Ars Moriendi,
Ediciones Erato, de Pablo Jiménez.
Nada tengo contra la lectura digital. La historia avanza
sin pausa y es absurdo oponerse a su discurrir. Ni contra esos lectores que te
muestran alborozados el último grito de su teléfono, el cual encierra todos los
misterios del progreso y la tecnología, y te dicen “aquí llevo, a la mano, varias docenas de libros que puedo leer cuando
quiera”. No dudo que lleve allí, en tan reducido espacio, muchas docenas de
libros; dudo de que vaya a leer alguno. En cualquier caso, mi forma de leer es
otra y confieso, como confesaba Jorge
Luis Borges, estar “más orgulloso de lo leído que de lo que he escrito”. A
Borges la Academia Sueca le negó el Nobel debido a su silencio o, cuando menos,
a su pasividad callada, cuando el golpe cruento y asesino del general Videla.
Lo cual, siendo censurable, es confundir el “culo con las temporas”, perdonen
la expresión.
Soy un destroza libros, y apenas
se salvan aquellos que pudiéramos llamar
de arte, libros editados con belleza y distinción; subrayo, tomo notas en
los márgenes, doblo las hojas para
marcar por dónde voy. Ni siquiera se ha salvado del destrozo este Don de la insolencia del que es autor Carlos Aganzo, editado primorosamente por
Siruela. Texto breve, bien escrito
con el inevitable y necesario eco de Pasión
y muerte del conde de Villamediana, de
Luis
Rosales fervoroso defensor de don Juan en su discurso de ingreso en
la Academia. Desvelado queda, de una vez para siempre, el relativo enigma de
aquella copla que dice
Mentideros de Madrid,
Decidnos quién mató al Conde;
Ni se sabe ni se esconde..
Dicen que lo mató el Cid
Por ser el conde Lozano.
¡Disparate chabacano!
La verdad del caso ha sido
Que el matador fue Bellido
Y el impulso soberano.
A Juan de Tassis, Conde de Villamediana, lo acuchilló en la calle
Mayor de Madrid un sicario llamado Iñigo
Méndez, que nunca fue perseguido; al contrario, fue recompensado con el
puesto de guarda de los Reales Bosques
y posteriormente envenenado por la esposa, una extraña “justicia poética” via
conyugal. El impulso fue, pues, soberano, la iniciativa y la orden partieron del rey Felipe III, sabedor de los amores de su esposa, la reina Isabel de Borbón, con don
Juan de Tassis, pasión correspondida que el Conde no ocultaba. Él mismo la había proclamado al presentarse a
lancear un toro, vestido con un traje de
reales de plata y el lema, ambiguo sólo
para los amantes de la ambigüedad evidente: son
mis amores reales. Alguien observó en una de las exhibiciones del diestro
caballista “!qué bien pica el Conde!!”. A
lo que el rey contestó con cierta intención amenazante. Sí, pero pica muy alto. Desde entonces Villamediana estaba
sentenciado. Y no sólo por cuestiones amorosas, sino por cuestiones políticas.
Sus sátiras le habían granjeado muchos
enemigos en aquella España tan turbulenta del
Conde Duque de Olivares, el valido. La
ostentación arrogante y chulesca del Conde, podía referirse, según algunos
cronistas, tanto a sus relaciones con la reina, lo cual era de dominio público,
como a Francelisa, una de sus damas,
cuyos favores el caballero, le disputaba
al monarca.
Volvamos al libro como objeto,
como valor en sí mismo y producto visual que entra por los sentidos y es el
tema de este artículo. Don de la
insolencia, editorial Siruela, colección Libros del Tiempo, en colaboración
con Fundación IE, tiene
cuatrocientas y una páginas, guardas en negro, cubierta de un realismo expresionista, con el retrato del
Conde, de Nacho Alcaraz; diseño
gráfico de Gloria Gauger, made in
Spain por Cofas. Canto, o lomo del
mismo, a tono; para lucir en la estantería
de una biblioteca bien organizada y decorativa. Si hubiera algún premio a la belleza de la edición, Don de la insolencia sería sin duda
digno de él.
Ars moriendi y la sencilla
elegancia
Este arte de morir, recuerda por
su título el Ars amandi, del latino Ovidio y de él se deduce que algo en común tienen el
arte de morir y el arte de amar. Ciertamente, la muerte está, obsesiva y
presente, en los versos y las prosas de este texto de Pablo Jiménez. En él todo conduce a la nada, a la otredad dentro de
uno mismo, a la aniquilación física y espiritual pausada y sin estridencias, al
amor como sepultura y descreimiento. La nada, el no ser, como esencia y
naturaleza del hombre. Javier Magano, también poeta, evoca en
un brillante ensayo introductorio el mismo
título, Ars amandi, de Manuel
Machado, al que reivindica con justicia; Manuel siempre eclipsado por su
hermano Antonio e infravalorado. A Manuel, creo yo, le
pasó algo parecido a lo que padeció Gerardo
Diego, el más vanguardista y experimental del 27, siempre dolorido y
siempre lamentoso porque su adhesión a Franco
restaba importancia a su corpus poético. “Nadie me tiene en cuenta porque me quedé en España en vez de irme al
exilio, como otros. No me exilié por
cuestiones religiosas, soy católico. Y Franco defendía la iglesia católica”.
Eso decía el bueno de Gerardo en el café
Gijón mientras tomaba, cucharilla a cucharilla, sin sorberlo, su café frío
solo y sin azúcar.
Arte de amar…arte de morir
Volviendo al Ars Moriendi de Pablo Jiménez, me parece un libro esencial en el desolador paisaje de
la actual poesía española. Digo desolador, quizá sin demasiado conocimiento,
pues hace tiempo que no leo ni escribo poesía y desconozco a los nuevos poetas;
lo poco que he leído de estos me parece descorazonador; creo que me quedé en el
27 y poco después en Luis Rosales, su
casa encendida y su verso memorable,
certeza de no haberme equivocado en nada
sino en aquello que más quería.
Y en Claudio Rodríguez, que se consideraba jugador de mus, y
sus títulos aurorales, reflejos de su propia vida: Don de la ebriedad, Alianza y condena. Un verso memorable puede
salvar a un poeta, un solo verso. He aquí uno, dentro de un conjunto memorable Siempre la claridad viene del cielo, es un
don. Y otro, más revelador aún, que también podría valernos como referencia,
sobre la
voz que va excavando un cauce
qué sacrilegio
este del cuerpo,
este de no ser hostia para darse.
En Ars moriendi, Pablo Jiménez quema todas las naves, no
hay vuelta atrás. Ignoro cuál será y cómo su próxima aventura literaria, o si
acaso habrá nueva aventura, pero le será difícil alcanzar la temperatura nihilista
de este texto. Desolación, desasimiento y descreimiento. Canto y responso por
la nada. Y, a veces como en La matanza, un costumbrismo realista e iluminado;
los chillidos del cerdo arrastrado hasta
sólido banco matadero, la cuchillada del matarife, el violento surtidor de
sangre. La sangre…y un niño solitario….que no quisiera ver…ni oir aquella
barbaridad, mientras la fría luz del
alba avanza, avanza, avanza…Y una mujer que bate con energía la sangre, según cae, en la herrada de cinc. Luego, la prueba, las
sopas de mondongo hervidas en cazuela de barro….Hacer de todo esto poesía es un
don reservado solo a los elegidos.