Mi madre, mi pueblo, mi gente
Mi madre, la seña Rosario,
era una campesina que apenas sabía
escribir pero leía prodigiosamente.
Dirigía comedias y la llamaban a la cabecera de los moribundos para leerles la “recomendación del
alma”, trámite sin el cual su caída en el infierno o por lo menos su tránsito
en el purgatorio, parecía seguro. No fui, seguramente, un buen hijo, pero me
adoraba aunque la hiciera sufrir. En casa había muchas revistas y muchos libros
y periódicos y los “papeles” para las comedias los sacaba en cuadernos de
espiral de alambre…mi padre, que escribía mejor gracias a un maestro republicano de
Riveros de la Cueza.
Recuerdo mi casa; dos plantas,
cocina/comedor y dormitorio arriba con un agujero en la tarima por el que se pasaba
la bombilla de cable muy largo para alumbrar. Al lado de la cocina había un
amplio cuarto, la cantina, donde los campesinos jugaban al mus, el julepe o el
tute subastado….Magro negocio, pues los jugadores se pasaban la tarde con un
porrón de vino y gaseosa. Por la mañana,
camino del trabajo, mataban el gusanillo con una copa de orujo o un caneco de
vino dulce, mistela , mezclado con aguardiente. Desde una pequeña barra yo era un torpísimo camarero. Al lado de la
cantina estaba la fragua donde mi padre templaba el hierro y me hacía unas
peonzas imbatibles, con rejo de herrero. Y más al fondo una cuadra para un
caballo, flaco y risquero, sin capar, que
tiraba de un carrito en el que trasportábamos el vino desde Carrión de los Condes.
El patio era de piso ondulado, de canto rodado
y cauces por donde discurría el agua. Enfrente del zaguán, estaba el horno
donde los días de Fiesta y visitantes ajenos, mi madre asaba lechazos, famosos en todos
los alrededores. La grasa natural del cordero….y un poquito de agua. Entre el
horno y el pajar de adobe, destartalado, un espacio de hierbas y cardos. Una tapia lo separaba de la casa de
Timoteo, a la derecha, y otra al fondo,
de la calle y la casa del tio Fabián, no recuerdo bien los nombres. En
el pajar nos encerraba mi madre como castigo, sin comer, sobre todo a José
María, Jose, al que yo le llevaba clandestinamente pan y chorizo si había; o tocino en el peor de los casos. Arturo era el mayor y más sensato; Elisa la más maternal y Concha la más inteligente. Yo, el más mimado. Cuando un dia volví, todo
estaba igual, menos el caballo, que ya no estaba, pues mi padre el señor Francisco había
muerto, orinando sangre por un dolorosísimo cáncer de vegiga. En ese patio me despidió mi madre con esa
memorable frase que tantas veces he comentado, “hijo que no te pase lo que a
Quevedo”. Mi infancia, mi verdadera patria, yace ahí; me dicen que adornada
primorosamente con huerto y flores por dos vecinas de infancia, la Bego y la
Chari, hijas de Desideria, Seya para los vecinos y familia. Me duele a los 78 años, mi infancia tan lejana, pero que
sigue siendo, como decía Borges, la verdadera patria.
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