El precio de un rabo.
Hace unos días murió Palomo Linares mal torero, gran persona sin duda, buena gente dicen
quienes lo trataron. Según cuentan sus más allegados, no fue feliz en sus
últimos años a pesar de haber sido famoso y rico y estar casado con una mujer
bellísima; en la vida no se puede tenerlo todo. Con frecuencia hay que elegir
y, a lo peor, elegimos mal. O el destino elige por nosotros, lo cual es peor. “Los
hombres mueren y no son felices”, escribe Albert Camus.
A propósito de su muerte se ha sacado a colación lo
que más podía perjudicar a su carrera apuntalada siempre a la sombra de la
poderosa casa de los Lozano: el célebre rabo que le otorgó un comisario
generoso a la hora de otorgar trofeos; el comisario Panguas. Sobre aquel rabo,
que profanaba el sagrado templo de la Ventas, han corrido ríos de tinta y de dinero. Ver
hemeroteca y comprobar lo que dijeron Cañabate, el más moderado, creo recordar;
Vicente Zabala beligerante en Nuevo Diario y Navalón decididamente belicoso y
agresivo en Pueblo. Este llegó a decir que
Panguas se había embolsado 500.000 pesetas. Pero ya se sabe que Navalón
era un bocazas.
Lo cierto es
que todavía vivo Franco, el franquismo crepuscular o tardofranquismo que le
gustaba decir a Umbral, un comisario de policía fue fulminantemente
desalojado del palco de la Ventas por siempre jamás amén. Al dia siguiente la
andanada del 8 se puso crespones negros, pero la fechoría de Panguas estaba
consumada.
Descanse en paz Palomo Linares. Nunca mandó en esto
salvo lo que mandaban los siempre poderosos hermanos Lozano. Quién de verdad
mandaba era el Pelos, el del salto del batracio, el hipnotizador de multitudes
y la hábil propaganda del Pipo. Una de las mentes más ágiles y despiertas que
he conocido. Un dia le dije dicen que usted echó de las plazas a los buenos
aficionados. “yo llené las plazas; los
buenos aficionados que usted dice, caben en un autobús”. Y pasó a contarme sus
aventuras en la Casa Blanca con los hermanos Kennedy. Estuvo a un muletazo de inventarse, mientras afilaba su sonrisa de
lobo, que había seducido a la mismísima Jackie Kennedy.
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