Bertolucci ha muerto. No es un simple
enunciado necrológico; es un lamento profundo del corazón. Bertolucci, el de El último tango, corrosivo filme del que casi todos se quedaron con
un Marlon Brando brutal, una María Schneider sodomizada a la fuerza y la
mantequilla lubricante. Desde mi punto de vista no es la página más gloriosa de un hombre al que admiro sin reservas como genio. María Schneider nunca se repuso de la brutalidad de Brando. Bertolucci el de
Novecento, el último de una
generación viscontiniana, épica y barroca, pasoliniana y marxista; comprometido, a la
vez, con la belleza del arte y con la
lucha de clases. Siempre reconoció a
Passolini como maestro. Su muerte es
el apéndice luctuoso a unos días de fulgor italiano en Madrid protagonizados
por la Strada de Giuleta Massina y Federico Fellini en
la Abadía. Fellini es el neorrealismo nacido en la Italia paupérrima de
posguerra como expresión estética de una realidad sucia; arte y testimonio. La Strada
es la que mejor define su obra colosal.
Algunos títulos imprescindibles: Las
noches de Cabiria, La dolce vita, Amarcord, Fellini ocho y medio... Mi
generación toma como homenaje a nuestra
fidelidad felliniana la llegada de La
Strada dirigida por Mario Gas. Gelsomina,
la dulce Giulieta de Fellini, su musa que es un concepto abstracto, evanescente que
en ella adquirió identidad . Más que su musa yo diría, su savia, su sangre. La Strada es un hito. Adorable
Gelsomina, sometida a Zampano, (Antony Quin), grosero y agresivo que ha
comprado su sonrisa por 10.000 liras para tenerla de ayudante. Días con acento
italiano, un acento gozoso y otro funeral. Revive Fellini y muere, de una sobredosis, dicen, tras penoso
calvario en una silla de ruedas y atiborrado de antidepresivos Bertolucci. Puede que la sombra de Cesare Pavesse ilumine su muerte prematura a los 77 años: “no hay
ninguna razón para suicidarse, pero tampoco la hay para seguir viviendo”, dijo Pavese. Es juicio apresurado, quizá. Perolo dejo ahí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario