viernes, 3 de julio de 2020


Ponce, más que una separación: un fin de época. (Publicado en Diario Palentino)

Paloma Cuevas, la mujer perfecta, y Enrique Ponce ese muchacho intachable, que todas las madres del mundo hubieran querido como yerno han roto un matrimonio modélico de dos decenios. Esa imagen de pulcritud moral Enrique Ponce la llevaba a su toreo en el que, como crítico del Mundo de PedroJota tardé en  entrar: una técnica perfecta y fría. Ponce alcanzó la plenitud indiscutible en las últimas temporadas cuando yo me había retirado de los toros.  Ocasiones tuve, sin embargo, de hacerle la laudatio, como en las CC GG de Bilbao, su plaza. También llegué a decir que Ponce ponía la muleta en el lugar donde debía ponerse él, lo que me granjeó la enemistad del poncismo militante y de Gaby, la madre de mi esposa Ana, para la cual Enrique Ponce era el dios supremo y el más elegante.  Se lo conté un día en una celebración teatral a Paloma Cuevas y su reacción fue fulminante y de una ironía vitriólica, aunque afectuosa; “Gaby, la más inteligente de  la familia”. Ana Merino,  presente allí en esos momentos,  no contaba,  pues los toros la traerían al fresco, aunque resucitaran Joselito y Belmonte;  aunque  yo,  en aquellos momentos, fuera  el crítico más temido por mi dureza  con las figuras, en El Mundo verdadero.
La separación de Paloma Cuevas y Enrique Ponce no tendría nada especial, miles de parejas se separan a diario y más tras la prueba cruel de la confinación por la peste. Hombre cincuentón se enamora de joven atractiva y veinteañera. No aprendimos de Castelao que nos recomienda, “los viejos no deben enamorarse”.  Ponce, además no es un viejo;  es un dios muy humano y la crisis de los 50 le habría afectado como a cualquier otro. Pero representaba el modelo de una sociedad necesitada siempre de ejemplo y mitos. Era una manera  de entender la civilización sobre la que se asientan los valores de la sociedad occidental. Si fue el número uno del escalafón, si fue dejando en la cuneta taurina a todos los oponentes que le pusieron para frenarlo (Rivera Ordóñez, José Miguel Arroyo Joselito, José Tomás); si frente al caos  él opuso siempre el orden de la estética, la gente va a comprender difícilmente,  el desorden de una separación matrimonial.  Hay toreros de sombra iluminada, puro enigma y misterio, como José Tomás; y hay toreros de luz como Enrique Ponce. Y se torea como se es,  según sentenció Juan Belmonte, torero de sombra que se mató de un pistoletazo, tras pasarse una mañana acosando toros para provocar infructuosamente el infarto. Nunca vi cumplido el sueño de mi vida taurina;  un mano a mano en las Ventas con toros de Victorino entre Ponce y José Tomás; menos voy a conseguirlo ahora, aunque me dice Luis Abril que el de Galapagar está toreando mejor que nunca, otra dimensión nunca soñada del toreo.
Aunque disintiera de su forma de torear, a Ponce siempre lo traté con respeto. Lo peor que dije de Ponce, fue que ponía la muleta donde tenía que ponerse él. Y que, si se lo consentían, hacía bien en matar chotos afeitados. Eso no quita para que escribiera sus alabanzas por el faenón de dominio y conocimientos a aquel toro de Valdefresno en  las Ventas, Lironcito.

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