Oliver y la melancolía.
Hace
unos cuantos días almorcé en el Oliver de la calle Almirante, antiguo refugio
nocturnal hasta casi el alba de poetas, cómicos y gentes de mal vivir. El
Oliver de Adolfo Marsillach y Jorge Fiestas abría al anochecer y la
mantenencia nos la procurábamos en otros lugares más baratos como El Guarro o
el Comunista y, si corrían buenos tiempos, en Casa Gades que estaba enfrente,
en Conde de Xiquena. Al entrar en Oliver me sobrevino un ataque de melancolía.
Con un esfuerzo sobrehumano de la memoria emocional, eso que tanto gustaba a
los actores del Método, convoqué los
fantasmas de Claudio Rodríguez, Paco
Brines, Ángel González, Carlos Oroza. Y
con mucha más insistencia, los de María
Asquerino, Lucía Bosé, Sandra Negrín, Paco Rabal y Francisco Umbral que enseguida vinieron a hacerme compañía sin
remediar mi tristeza. Sandra no respondió; la más descarada mujer que he conocido, la que,
si una señora de té con pastas en el Gijón la asimilaba a la farándula decía, “que yo no soy
actriz, señora, que soy puta”. Divina Sandra perdida hoy en un geriátrico. Los nuevos
dueños de Oliver apenas conocen su historia, pero algo les suena; quisieran
recuperar aquellos tiempos y no saben cómo.
Acaso porque aquellos tiempos ya no existen.
Aparece
María Hervás, la indómita Jbara de Confesiones a Alá, que es recibida jubilosamente por María Asquerino
y Lucía Bosé. Rabal intenta seducirla con su voz rota de don Juan rejuvenecido, y
Umbral intenta ligar con ella. No es lo mismo seducir que ligar; seducir es un
estilo; ligar es un oportunismo táctico. María Hervás prepara algo gordo, con Josep María Mestres y Borja Ortiz de Gondra, que aún no quieren revelar. Con Borja hablo
a menudo de la culpa y el perdón, del arrepentimiento, del odio, la violencia;
hablo, en suma, de su obra magna Historia
de una familia vasca.
Eternidad, fugacidad, tiempo.
La
aparición de María es efímera y fugaz, circunstancias que nada tienen que ver
con la duración del tiempo. Hay un tipo de mujer, fugitiva y enigmática, cuya
eternidad es siempre efímera para los ojos que la contemplan y los oídos que la
escuchan. Esa es la teoría de Paco Rabal, al que debo todas las cosechas de
vino que me bebí en Oliver y en el Gijón pues siempre pagaba él, que bebía
wisky.
Actrices, poetas y Paco Umbral.
María
Hervás, además de actriz, es poeta. Me da un poema para que lo valore y Umbral se lo quiere quedar. He
afirmado con frecuencia que Umbral es el mejor crítico de poesía del último
tercio del siglo XX. Puso prólogo a mi primer libro La
frente contra el muro; pero me niego a entregarle el poema sin el permiso
de María. Y con su permiso, tampoco. Sé lo que pasaría. Con el pretexto de los
versos, trataría de llevársela al huerto. No le daré el poema ni el teléfono;
un güevo y la yema del otro. Aunque mi crítica sea menos sabia que la de
Umbral, el poema me lo quedo. Y el
teléfono, que se las arregle. Querido
Paco, no te daré el poema ni el teléfono
porque nos conocemos; pero te regalo unos versos: “Aprendí a bailar con
huracanes/ el vals de las flores/ hasta vomitar lágrimas al compás”. Responde Paco:
“una mujer que baila con huracanes no es de fiar”.
De una mujer que baila con huracanes sólo
puede llegarte una brisa, querido Paco. “¿Me pasas el teléfono?”. Le digo que
no lo tengo. No se lo cree y tampoco se
cree que yo haya vuelto a Lawrence
Durrell acerca de la triple posibilidad que un hombre tiene con las mujeres: amarlas, sufrir por ellas o convertirlas en literatura. Umbral simplifica
mucho esa árdua cuestión. Dice que esa frase no es de Durrell, ese coñazo de
tio insoportable, sino de Clea,
un personaje. Trampa saducea. Lo comparta o no, un autor es siempre responsable
de lo que dicen sus personajes.
He
vuelto ciertamente a Durrell, a El
cuarteto de Alejandría. A Justine, la
libertina, libérrima, hedonista, adorable Justine.
El erotismo y la pasión en Durrell le parece a Umbral literatura
sobreactuada. No es una opinión neutral. Si alguien ha tratado el erotismo con
radicalidad verdadera, es Francisco
Umbral. Ahí queda la cuestión entre nosotros como en los viejos tiempos.
La Venus de Boticcelli baila con
huracanes.
Bastarían
los versos antes citados y este otro “he nacido más veces que la Venus de
Boticcelli”, para definir la temperatura del poema, fechado en Itaca el 23 de Mayo de 2016.
La temperatura de un poema es algo esencial que tiene que quedar muy definida;
tanto como su estructura. En este poema hay un crescendo, estudiado o no, que
culmina en el verso final. Es un poema de amor que halla su contínua referencia
en la vuelta a Itaca, pero eso sólo lo advertimos al final; Itaca es la piel
del amado, del amante. La autora ha escondido sabiamente el objetivo. Y renace
tantas veces como puede acariciar esa piel. Parece un poema de urgencia pero se
adivinan detrás hondas reflexiones,
después de bailar con los huracanes que la apartan de Itaca a la que
siempre vuelve:
Fértil
desnuda
victoriosa.
Es
perceptible la preocupación por la estructura del poema, no solo la disposición
tipográfica, sino el ritmo interno. Versos de una sola palabra, escalonamiento
de las silabas hasta sugerir un tímido
intento de visualización de la idea. En tiempos, estos juegos tipográficos eran
muy frecuentes y a veces convertíamos el poema en un laberinto innecesario, en
un raro puzle. Tengo que enviarle a María Hervás mi antología, El
corazón cruel de la ceniza, y el estudio de Jaime Siles; una
referencia prescindible -la antología no el estudio- pero acaso orientativa.
Asentada en ese ritmo interno, la estructura del poema es sólida
y en exceso narrativa,
circunstancia poco preocupante dada su rotunda intensidad sensorial. En definitiva a la autora, después de las
batallas,
“la
han reanimado sirenas
sin
cola
cansadas
ya de ahogar soldados”.
Este
verso sí que alarmaría a Paco Umbral. Por eso, aunque sea un grandísimo crítico
de poesía, nunca le daré el poema de María Hervás. Y el teléfono, tampoco.
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