Belleza e inmortalidad.
Ignoro de dónde viene la idea de terribilidad que le
atribuimos a Kafka: lo kafkiano es
lo oscuro, lo incomprensible, lo maldito, la amenaza sin rostro; Gegorio Samsa y la cucaracha. Pero Kafka
formuló también una dimensión de la belleza, del amor en cualquiera de sus
manifestaciones que lo redimen en parte de esa aureola negra. Kafka, seamos sinceros,
no necesita redención: “mientras el hombre mantenga su capacidad de admiración
por la belleza no envejecerá”.
Seré
inmortal pues vivo inmerso en la belleza. Me despierto a las 7 de la mañana con
una belleza al lado que después de acompañarme 40 años, mantiene, en la
madrugada azarosa, el tirón incierto de la primera mirada del dia, el primer
desperezo que se hace rocío matutino. Luego, tiendo los ojos por el centenar de
cuadros que cuelgan en mi casa y, cada uno a su manera, es una expresión
hermosa; torpe a veces, pero hermosa. Historia de una vida.
Más tarde, el día me ofrenda otros motivos de inmortalidad.
Me dedico, como muchos seguramente saben, al raro y prescindible oficio de
hacer crítica de teatro. Y aun siendo en extremo exigente, mala ha de ser una
obra en la que no resplandezca una actriz.
El otro dia contaba la historia de una choricilla que fue
puta joven y dolorosa y hoy es viuda honorable y adinerada; omití lo más maravilloso
que una mujer me haya dicho nunca: “me sentía sucia y al encontrarme contigo en
el Gijón, me volvía lustrada”. Quería
decir limpia, seguramente; pero mi vieja amiga nunca acertó con el significado de lustral, aunque
adivinaba en esa palabra algo
purificador. No era Santa María Goretti,
pero era honesta. Si alguna vez la relación con algún cliente le resultaba
especialmente penosa, no permitía que su novio ni sus amigos la tocaran en
mucho tiempo para no contaminarlos.
Formidable mundo el de
las mujeres. Siempre dan más de lo que reciben; al menos en mi caso.
Con ellas me atuve siempre a dos preceptos sagrados, machadianos ambos. Uno de
don Antonio: “amo cuanto ellas tienen de hospitalario”; otro de Manuel: “de
cuando en cuando, un nombre y un beso de mujer, tengo el alma de nardo del
árabe español”.
Franca Rame y Bella
Chiao.
Aparte la violación por un grupo neofascista, violación
demostrada, comprobada, documentada y llevada a los tribunales y exculpada y
absuelta por estos, la imagen que recuerdo de Franca Rame es el cortejo
mortuorio cantándole en su entierro Bella
Chiao. Ambas cosas, violación y partisanos, también forman parte del universo
femenino. La primera como expresión del horror y la segunda como gozo y revolución. Tengo especial predilección por Bella Chiao que desde el Festival de
Olmedo ha sido mi canción del verano. La cantaban en La posadera, un excelente montaje de eso que hemos dado en llamar
teatro dentro del teatro; la música se
me pegó y durante el resto del verano estuve dando la tabarra a la gente con
este soniquete partisano.
Diciéndole Bella Chiao le
mandé un mail a una amiga que se lo tomó al pie de la letra y se dio por
despedida de mi amistad. Nunca estuvo en mi mente tal desafuero, pero el lance
me resultó divertido porque a mi amiga yo la considero la mujer más bella del
mundo. Hasta que recibí una carta manuscrita en la que, justo sobre el adiós
partisano, una lágrima había emborronado la tinta. Puede que hoy le diera
igual, pero ese momento es uno de los instantes luminosos de mi vida. Es como si todas las
mujeres del mundo estuviesen amándome en esa lágrima. Menos la Alfarera que es otra historia.
Alfarera, un mundo aparte.
Es un universo aparte, una metáfora creen algunos; una
suplantación de personalidad, creen otros, una literaturización que no amó
nunca a mi amigo equis, lo cual no me extrañaría porque mi amigo equis es gilipollas. Tiene la atracción del abismo.
Es el pecado purísimo, la libertad de la transgresión absoluta; "si me amas has de aceptarme como soy". Yo creo en una
especie de virginidad florecida en cada polvo, el lirio de Salomón, la amada
del Cantar de los Cantares. Un dia la Alfarera me advirtió con cierta
tristeza en su mirada, “no quieras saber de mi vida más de lo que ves: mis figurillas, mis vasijas perfectas.” Me tomó la mano y con ese leve gesto me
regaló uno de los mejores momentos de su vida. Y de la mia.
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