domingo, 20 de diciembre de 2020

Ramon y la cripta de Pombo

 

 

La cripta de POMBO y la biblioteca de Dámaso Alonso 

Antes de nada feliz 2021, cosa muy fácil pues peor imposible. Como decíamos de Vicente Aleixandre, siempre enfermo, ARTEZ tiene “una mala salud de hierro”. En cada número, Carlos Gil traza su Automoribundia, pero todos sabemos que Artez seguirá ahí, que nunca morirá. Automoribundia es la autobiografía de Ramón, Ramón Gómez de la Serna, de la que se ha nutrido ampliamente Manuel de Prada, ideólogo de “helo Julia”,  Onda Cero, en la medida que Julia Otero se lo permite, que no es mucho. A mí, de Julia Otero lo que más me gusta es el señor Monegal, crítico de televisión con retranca e ironía. Como no veo televisión, salvo para viejas películas de cine negro y del oeste, no sé si el señor Monegal es bueno o malo.  Hace unos días la Otero le ha hecho una buena entrevista de guante blanco a Margarita Robles, ministra de defensa.

  De Automoribundia, gran libro de Ramón, se deduce que éste siempre se estuvo muriendo, entre un apacible exilio, pronto rectificado, y las calles de Madrid. Y la cripta sagrada  del café Pombo, en  la calle Carretas,  un  santuario vanguardista del que queda constancia en un  célebre cuadro de  Gutiérrez Solana.  A mí lo que más me gusta es su biografía desmesurada de Valle Inclán de la colección Austral, en la que cuenta cómo este perdió verdaderamente el brazo,  que no fue en la disputa a bastonazos en un café.  Perseguido por un león hambriento, Valle se cortó el  brazo y se lo arrojó.  De Prada es un retórico y un dialéctico vaticanista que hace tiempo ganó el premio Nadal. Protegido de Francisco Umbral al principio, este terminó repudiándolo no recuerdo por qué.

Artez sobrevivirá a estos tiempos y a los venideros, entre otras cosas porque quienes escribimos en Artez  estamos empeñados en que sobreviva.   Carlos Gil me editó un libro que yo quiero mucho, La Argentinita, escrito en colaboración con Diana de Paco. En cierta ocasión me ofreció publicar, y representar,  nueve monólogos de mis nueve actrices favoritas, cosa que nunca me he decidido a hacer.

Bertold Brecht y los malos tiempos

“Malos tiempos para la lírica”, escribió Bertolt Brecht. Y también para la épica y la dramática. Malos tiempos para todos y para todo. La calle es hoy una obra de teatro inmensa, una procesión de fantasmas, de hijos de la ira y mujeres con alcuza, que escribió don Dámaso Alonso en tiempos de la pandemia del hambre, de los odios, reciente aún la  incivil guerra del 36, año 1943. Antes del confinamiento yo pasaba casi a diario cerca de donde estuvo la casa de doña Eulalia  y don Dámaso, una casa de 25.000 libros, entre los cuales don Dámaso escondía una botella de coñac, que Eulalia  le tenía prohibido. Don Dámaso, presidente de la Academia de la Lengua, el eminente filólogo, el poeta airado amigo del apacible Aleixandre. Según cuentan malas lenguas, a punto estuvo de originar un conflicto diplomático porque se le fue la mano al culo de la esposa de un embajador  subiendo unas escaleras mecánicas.

 Irónico, festivo, solo le conocí un enemigo, Pablo Neruda al que detestaba como persona y puede que, por extensión, también como poeta. Cuando Federico fue asesinado, la cólera de  Pablo Neruda estalló en un poema . “Y vosotros, los Dámasos, los Gerardos ¿qué hacíais mientras tanto?”. Don Dámaso nunca se lo perdonó.

 En un terrible accidente ferroviario, lo rescaté a él y a Eulalia  en Jaen, la Carolina. Los rescaté del vagón accidentado, los puse bajo un olivo y llamé a la guardia civil que solícita los trasladó a Madrid. A mi regreso me invitó a su casa, un chalé en Alberto Alcocer casi esquina a Padre Damián con un amplio terreno por delante polvoriento y sin edificar. Era yo redactor de una revista para maestros de escuela y le invité a colaborar en  ella. Me preguntó, “señor Villán y esa revista ¿remunera las colaboraciones?”. Las remuneraba y la cantidad le pareció razonable. Me apunté un importante tanto en la revista y me hice asiduo de la casa de don Dámaso y le pasaba a máquina algunos de sus escritos. Doña Eulalia Galvarriato me abría la puerta buscando mi complicidad para encontrar el coñac que era incapaz de hallar. Una botella, de Terry o de Soberano, podía durarle a don Dámaso semanas e incluso meses. Lo sé porque yo era el proveedor. Pese a lo cual, jamás me invitó a una copa. Era tía de Juan Antonio Payno, un jovencísimo escritor que acababa  de ganar el premio Nadal con una novela titulada El curso. Se vendió mucho y las malas lenguas dijeron que la había escrito Eulalia, cosa harto improbable. Payno desapareció del panorama literario y se dedicó a la docencia, donde adquirió fama de excepcional enseñante.

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