David Loayza. VIRTUDES y EXIGENCIAS de la ESCENOGRAFÍA.
Yo y Ana, mi santa, que diría
Umbral, decidimos no tener hijos, lo cual carece de importancia y lo seguro es que no importe a nadie, como debe
ser. Pero hemos tenido sobrinos, yo muchísimos sobrinos, muy queridos. Por
razones de proximidad y convivencia, dos especialmente, Diana que ya ha
aparecido en esta sección de RETRATOS DE FAMILIA. A PUNTA SECA, y David. Hijos de Yolanda, que hace muchos años,
en las aguas turbulentas de Maspalomas, Canarias, me salvó de morir, ahogado arrebatado por las olas.
Yo tenía claro que, por tener un hijo, no iba
a limitar mi profesión de periodista y, sobre todo, mi vocación de escritor
viajero. Y Ana también tenía claro que yo esto lo tenía claro. A estas alturas
del partido, pienso que lo de periodista era una visión romántica del
periodismo, y que la prensa, en vez de contrapoder, es mayordomo del poder. De
todas formas, la era digital ha cambiado muchas cosas. Y ya no se puede decir,
aunque sea cierto, que el periódico de hoy sólo sirve para envolver el pescado
de mañana.
Nunca he compartido aquello de A QUIEN DIOS NO
LE DA HIJOS, EL DIABLO LE DA SOBRINOS. David es más que un hijo, es mi sostén
físico y tecnológico. Aprendió a ver teatro muy pronto, de mi mano. Y quizá por
eso entró en la RESAD, rama escenografía, y hoy es un director y escenógrafo
competente. Y un diseñador de luces que tiene muy claro la máxima de oro de la
iluminación, UNA COSA ES ALUMBRAR y otra muy distinta es ILUMINAR. Respecto a
la escenografía también tiene claro el papel de ésta, la escenografía, por
brillante que sea, nunca puede entorpecer los movimientos del actor, está al
servicio del texto.
Estaba yo diciendo que aprendió a
ver teatro entre cajas y en los camerinos de actrices y actores que se
sorprendían por su precoz capacidad crítica de observación. Y por sus
silencios. El silencio es un lenguaje muy
expresivo, decía Caneja, pintor de culto, en cuyo estudio David pasaba, de vez
en cuando, algunas horas. Los silencios de David hay que respetarlos, aunque no
se comprendan, como los respeta Natalia, una alemana alta y guapa, traductora,
a la que le gustan los toros y el flamenco, su compañera desde hace algunos
años. David celebró los 18 años de su mayoría de edad, conmigo, en Casa Patas, santuario
del mejor cante en la calle Cañizares de Madrid. Y donde se comía la mejor
ensalada de tomate y la mejor caña de lomo que imaginarse pueda. Esa noche se
le sentaron al lado dos guiris inglesas, abducidas por las raras
explicaciones que les daba. No sé qué les explicaría ni en qué idioma, pero lo
vi más locuaz que nunca.
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