miércoles, 17 de julio de 2024

QUIÉN MATÖ al CONDE de VILLAMEDIANA 

LIBRO OBJETO de ARTE. A propósito de la  suntuosidad de Don de la insolencia, de Carlos Aganzo. Edit Siruela.Y de la austera elegancia de Ars Moriendi, Ediciones Erato, de Pablo Jiménez.

    Nada tengo  contra la lectura digital. La historia avanza sin pausa y es absurdo oponerse a su discurrir. Ni contra esos lectores que te muestran alborozados el último grito de su teléfono, el cual encierra todos los misterios del progreso y la tecnología, y te dicen “aquí llevo,   a la mano,  varias docenas de libros que puedo leer cuando quiera”. No dudo que lleve allí, en tan reducido espacio, muchas docenas de libros; dudo de que vaya a leer alguno. En cualquier caso, mi forma de leer es otra y confieso, como confesaba Jorge Luis Borges, estar “más orgulloso de lo leído que de lo que he escrito”. A Borges la Academia Sueca le negó el Nobel debido a su silencio o, cuando menos, a su pasividad callada, cuando el golpe cruento y asesino del general Videla. Lo cual, siendo censurable, es confundir el “culo con las temporas”, perdonen la expresión.

Soy un destroza libros, y apenas se salvan aquellos  que pudiéramos llamar de arte, libros editados con belleza y distinción; subrayo, tomo notas en los  márgenes, doblo las hojas para marcar por dónde voy. Ni siquiera se ha salvado del destrozo este Don de la insolencia del que es autor Carlos Aganzo, editado primorosamente por Siruela. Texto breve, bien  escrito  con el inevitable y necesario eco de Pasión y muerte del conde de Villamediana, de Luis  Rosales fervoroso defensor de don Juan en su discurso de ingreso en la Academia. Desvelado queda, de una vez para siempre, el relativo enigma de aquella copla que dice

Mentideros de Madrid,

Decidnos quién mató al Conde;

Ni se sabe ni se esconde..

Dicen que lo mató el Cid

Por ser el conde Lozano.

¡Disparate chabacano!

La verdad del caso ha sido

Que el matador fue Bellido

Y el impulso soberano.

A Juan de Tassis, Conde de Villamediana, lo acuchilló en la calle Mayor de Madrid un sicario llamado Iñigo Méndez, que nunca fue perseguido; al contrario, fue recompensado con el puesto de guarda de los Reales Bosques y posteriormente envenenado por la esposa, una extraña “justicia poética” via conyugal. El impulso fue, pues, soberano, la iniciativa y la orden partieron  del rey Felipe III, sabedor de los amores  de su esposa, la reina Isabel de Borbón, con don Juan de Tassis, pasión correspondida que el Conde no ocultaba. Él mismo la había proclamado al presentarse a lancear un toro,  vestido con un traje de reales de plata y el lema,  ambiguo sólo para los amantes de la ambigüedad evidente: son mis amores reales. Alguien observó en una de las exhibiciones del diestro caballista “!qué bien pica el Conde!!”. A lo que el rey contestó con cierta intención amenazante. Sí, pero pica muy alto. Desde entonces Villamediana estaba sentenciado. Y no sólo por cuestiones amorosas, sino por cuestiones políticas. Sus sátiras le habían  granjeado muchos enemigos en aquella España tan turbulenta del Conde Duque de Olivares, el valido. La ostentación arrogante y chulesca del Conde, podía referirse, según algunos cronistas, tanto a sus relaciones con la reina, lo cual era de dominio público, como a Francelisa, una de sus damas, cuyos favores el  caballero, le disputaba al monarca.

Volvamos al libro como objeto, como valor en sí mismo y producto visual que entra por los sentidos y es el tema de este artículo. Don de la insolencia, editorial Siruela, colección Libros del Tiempo, en colaboración con Fundación IE, tiene cuatrocientas y una páginas, guardas en negro, cubierta de un  realismo expresionista, con el retrato del Conde, de Nacho Alcaraz; diseño gráfico de Gloria Gauger, made in Spain por Cofas. Canto, o lomo del mismo, a tono; para lucir en la estantería de una biblioteca bien organizada y decorativa. Si hubiera algún premio a la belleza de la edición, Don de la insolencia sería sin duda digno de él.

Ars moriendi y la sencilla elegancia

Este arte de morir, recuerda por su título el Ars amandi, del latino Ovidio y  de él se deduce que algo en común tienen el arte de morir y el arte de amar. Ciertamente, la muerte está, obsesiva y presente, en los versos y las prosas de este texto de Pablo Jiménez. En él todo conduce a la nada, a la otredad dentro de uno mismo, a la aniquilación física y espiritual pausada y sin estridencias, al amor como sepultura y descreimiento. La nada, el no ser, como esencia y naturaleza del  hombre. Javier Magano, también poeta, evoca en un  brillante ensayo introductorio el mismo título, Ars amandi,  de Manuel Machado, al que reivindica con justicia; Manuel siempre eclipsado por su hermano Antonio e infravalorado. A Manuel, creo yo, le pasó algo parecido a lo que padeció Gerardo Diego, el más vanguardista y experimental del 27, siempre dolorido y siempre lamentoso porque su adhesión a Franco restaba importancia a su corpus poético. “Nadie me tiene en cuenta  porque me quedé en España en vez de irme al exilio, como otros. No me exilié   por cuestiones religiosas, soy católico. Y Franco defendía la iglesia católica”. Eso decía el bueno de  Gerardo en el café Gijón mientras tomaba, cucharilla a cucharilla, sin sorberlo, su café frío solo  y sin azúcar.

Arte de amar…arte de morir

   Volviendo al Ars Moriendi de Pablo Jiménez, me parece un libro esencial en el desolador paisaje  de la actual poesía española. Digo desolador, quizá sin demasiado conocimiento, pues hace tiempo que no leo ni escribo poesía y desconozco a los nuevos poetas; lo poco que he leído de estos me parece descorazonador; creo que me quedé en el 27 y poco después en Luis Rosales, su casa encendida y su verso memorable,

certeza de no haberme equivocado en nada

sino en aquello que más quería.

Y en Claudio Rodríguez, que se consideraba jugador de mus,   y sus títulos aurorales, reflejos de su propia vida: Don de la ebriedad, Alianza y condena. Un verso memorable puede salvar a un poeta, un solo verso. He aquí uno, dentro de un conjunto memorable Siempre la claridad viene del cielo, es un don. Y otro, más revelador aún, que también podría valernos como referencia,

 sobre la voz que va excavando un cauce

qué sacrilegio

este del cuerpo,

este de no ser hostia para darse.

   En Ars moriendi, Pablo Jiménez quema todas las naves, no hay vuelta atrás. Ignoro cuál será y cómo su próxima aventura literaria, o si acaso habrá nueva aventura, pero le será difícil alcanzar la temperatura nihilista de este texto. Desolación, desasimiento y descreimiento. Canto y responso por la nada. Y, a veces como  en La matanza, un costumbrismo realista e iluminado; los chillidos del cerdo arrastrado  hasta sólido banco matadero, la cuchillada del matarife, el violento surtidor de sangre. La sangre…y un niño solitario….que no quisiera ver…ni oir aquella barbaridad,  mientras la fría luz del alba avanza, avanza, avanza…Y una mujer que bate con energía  la sangre, según cae,  en la herrada de cinc. Luego, la prueba, las sopas de mondongo hervidas en cazuela de barro….Hacer de todo esto poesía es un don reservado solo  a los elegidos.

 

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