lunes, 13 de abril de 2015

LA CONFESIÓN DE LOYOLA. IGNACIO AMESTOY

Euzkadi en el corazón de Madrid

La curiosidad por un texto de Ignacio Amestoy, La confesión de Loyola, me ha metido de nuevo en un templo: la Iglesia de la “Real Congregación de Naturales y Originarios de las tres provincias vascongadas”, a un tiro de piedra del Español, que tanta gloria le ha dado a Amestoy, autor imprescindible  de la Generación de la Transición. No será menor la que le proporcione este monólogo dramatizado por un actor tan solvente cono Manuel Hernández director de la Escuela de la Unir.
Desde que dejé el Seminario de San Zoilo, allá en la prehistoria, solo entro en una Iglesia a escuchar gregoriano, admirar prodigios de arquitectura y filigranas de vidrieras. El otro dia entré para escucharle  a Manuel Hernández, este  texto abrumador y exhaustivo sobre Ignacio de Loyola, la  confesión que rindió  durante tres días en Montserrat en 1522. En San Zoilo, donde corté mi carrera de seminarista, sitúa Pérez de Ayala  su novela A.M.D.G. (Ad majorem Dei gloriam), texto demoledor e inmisericorde. Yo empecé a la inversa de Ignacio de Loyola, salvadas las distancias; pasé de una vida de penitencias  a una vida disipada, dentro de un orden perfectamente cuantificable. Tampoco voy a tirarme el nardo de la disipación  y la mundanidad desenfrenadas.
Esta Congregación de Vascos  no son sacerdotes, son civiles que tienen un cura para algunos oficios y honran la memoria de Ignacio, el fundador de los jesuitas. Como gustaba de decir este converso genial y apasionado, y recoge Amestoy en La confesión de Loyola, pasó de soldado del rey a soldado de Cristo. Fue un astro, un seductor en la corte castellana; alanceador de toros, rendidor de damas y doncellas. Y recortador, arte taurino muy propio del País Vasco Francés, en la plaza de Azpeita. Cultivó todas las artes que seducían a las damas de la Corte. Fue un devoto   en el arte de amar,  el gozoso Ars Amandi, y luego, metido en la senda religiosa, un  militante contrareformista, igual de fervoroso. 
Conviene matizar lo de soldado de Cristo, para que no haya equívocos con algunos episodios de la reciente historia española. Nada que ver con los Guerrilleros de Cristo Rey, expresión violenta del fascismo parapolicial en el franquismo crepuscular; ni con los más recientes Legionarios de Cristo, metidos en  escándalos de distinta índole  y expresamente condenados, me parece,  por el Papa de Roma.

 Ignacio Amestoy ha dedicado a la historia vasca numerosas obras, desde Doña Elvira, imagínate Euskadi, hasta La cena sobre la cuestión de Eta; le faltaba la figura estelar de Ignacio de Loyola, al que  me gusta definir como torero y pecador antes que fraile, pues toreador fue y  gozoso oficiante en el altar de Venus, antes de fundar la Compañía de Jesús, precursor en cierta medida  del Concilio de  Trento. Amestoy tiene una rara y apasionada facilidad para redefinir a personajes que con frecuencia han quedado  fuera de foco o, lo que es peor, desenfocados. Con La confesión de Loyola se abren los actos del tricentenario de esta Congregación que desde hace tres siglos habla vasco en el corazón de Madrid.

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