JULIO MARTINEZ, pintor, escritor y ácrata inactivo. In
memoriam.
Ha muerto Julio Martinez, hasta
no hace mucho en la precariedad económica y en la exuberancia de la libertad. Ha
muerto después de recibir una herencia, ignoro si esperada o no, que solo ha podido disfrutar tres o cuatro años,
suponiendo que el bienestar económico fuera para Julio un disfrute; Julio era
parco en el gasto y los dispendios. La libertad tiene precios insospechados
para los esclavos que la desconocen y precios sospechosos para quienes la
ejercen. La libertad no la regalan, hay que conquistarla. Y yo creo que, Julio,
era un ser libre. No puedo decir que fuéramos amigos, pero conversábamos no
infrecuentemente por las aceras de la calle Mauricio Legendre o Agustín de Foxá
sin que él aceptara nunca la invitación a un café o un güisqui. Tenía la
dignidad del impecune acostumbrado a una economía de trueque y era un genio de
las matemáticas, un acreditado profesor, que no ejercía salvo como diversión
personal. Buen cocinero y buen amo de
casa, estaba muy bien dotado para la
pintura y la literatura. Era un escritor, un pensador, que no escribía y un
pintor que no pintaba. Recuerdo que sólo una vez se decidió a exponer su obra en una habitación
de su casa, una exposición privada de muy pocos cuadros, poquísimos, entre amigos tan impecunes como él, de la que
no sacó, creo, ni para los gastos de las
telas que le sufragó algún amigo. Por
entonces yo andaba entre pintores y galeristas, pintores que me encargaban el
texto para sus catálogos y me pagaban con un cuadro. De ahí procede la modesta pinacoteca
que enriquece mi dacha de la sierra madrileña. Los galeristas aceptaban casi
siempre mis propuestas y le sugerí a Julio la posibilidad de una exposición. Me miró perplejo y yo creo que ofendido. Un artista, según él, no estaba sujeto, a métodos,
estilos, plazos y horarios. Era la inspiración alada e
inconsútil, sin bastardear por fines comerciales, sujeta a silencios tan insondables
como las esferas pascalianas, la que
marcaba los ritmos del artista. ¨¨Ahí tienes a Picasso¨, remataba. Pero Julio,
que era culto y poco dialéctico, sabía que eso no era verdad, sabía que Picasso
era como un oficinista de la pintura, un trabajador por horas, acaso el más
prolífico del siglo XX. Y un comerciante, un mixtificador del garabato, salvo
sus etapas, para mí gusto geniales, del rosa y el azul. Naturalmente creía en el
soplo divino de la inspiración, pero también afirmaba que la inspiración debía
encontrarte trabajando. Lo poco que yo
ví, y lo mucho que él me fantaseaba, la pintura de Julio obedecía a una especie
de geometrismo frio de formas y cálido de color. Hacía años que no lo veía e
ignoro si ha dejado obra pintada o escrita. Me temo que no. Ha muerto, al poco tiempo de recibir, según me cuentan,
una herencia como si con el supremo gesto de la muerte quisiera reafirmar su
desdén por los bienes de esta vida. Requiescat.
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