domingo, 19 de mayo de 2024

 

Visión e imagen  de Ignacio Amestoy.

Ignacio es la cabeza  de una saga, la saga Amestoy, que incluye  a su esposa, la gran escultora, revelada recientemente  como escritora de insólitas iluminaciones, Esperanza D,Ors;   Ainhoa Amestoy D,Ors,  autora, directora y actriz,  es el renuevo brillante de esta saga y está a la altura de la estirpe. Ignacio Amestoy es un gran patriarca que parece un hombre normal acostumbrado a vivir y contar, sin ínfulas ni retoricismos, las cosas que acontecen en la rue.  En esta saga,  mi recuerdo personal para Alfredo Amestoy,  hermano de Ignacio, que se hizo célebre como originalísimo presentador de televisión: vitriólico y divertido;  periodista a contracorriente,  famoso y,  a la vez,  vasallo de la actualidad. Con Alfredo compartí un tiempo un intenso fervor por Marylin Monroe; yo le había dedicado a la humanísima diosa un poema hacía muchos años y Alfredo, hacía menos, una rara  obra de  teatro,  En el cielo no hay Chanel. Y,  sin Chanel número cinco, lo único que, según propia confesión se ponía para dormir,  Marylin no podía estar ni en el cielo ni en la tierra ni en el infierno.

 Volvamos al protagonista de esta historia, homenajeado por no sé qué motivos, anuque se me ocurren varios, y todos de peso. Hace tiempo que conozco personalmente  a Ignacio Amestoy y una eternidad que lo admiro como maestro de dramaturgos y  maestro de periodistas. En el magisterio periodístico es difícil, pero no imposible del todo, seguirlo o, al menos, tenerlo como referencia alcanzables. En la cosa dramatúrgica, es una meta que declaro, por mi parte, inalcanzable.   Me explico; en la primera, el periodismo,  he procurado hallar en Ignacio una referencia digna de imitación. Como periodista habré  publicado unos  siete mil artículos, entrevistas  y reportajes, mientras que, como autor de teatro, apenas he hecho una incursión de dialoguista a la que el escenógrafo y director David de Loaysa y los intérpretes Sabela Hermida y Germán Torres dieron forma escénica en La Guindalera de Teresa Valentin y Juan Pastor; se trata de   Diálogo  entre María Casares y Albert Camus. Traigo esto a colación porque, tras una lectura dramatizada entre un grupo reducido de amigos, Ignacio Amestoy, que hizo un magnífico Camus, estaba destinado a ser en escena el célebre escritor francés; Ignacio Amestoy, maestro de actores, es también un excelente actor, como no podía ser de otra manera.  Tan feliz acontecimiento  no llegó a producirse por la imposibilidad de cuadrar tiempos y espacios sin descuadrar otros igualmente importantes.

Habiendo  ejercido la crítica teatral  durante muchos años, siempre como analista y nunca como juez, la experiencia de pasarme al otro lado fue  una revelación de la que extraje provechosas conclusiones; la primera, no volver a escribir teatro. Había estado en lo que podíamos llamar el lado oscuro, la crítica a pie de obra, nada más concluir el espectáculo, para alcanzar el cierre del periódico, y de pronto me encontraba con el aterrador asalto de la luz, la escritura,  que me superaba. Sigo pensando que el teatro es un lenguaje sagrado, al que sólo acceden unos pocos privilegiados, Amestoy entre ellos; un rito, una ceremonia, una liturgia y una comunión con el público. Participa de la literatura, pero no es  sólo literatura. Participa de la palabra, pero no es sólo palabra.  El teatro tiene  su propio lenguaje; una fusión, esencial,  de elementos plásticos y recursos narrativos.  Ese equilibrio complementario entre dos discursos, el visual y el literario, es el que aporta en grado sumo a la escena, creo yo, Ignacio Amestoy.  Ello lo sitúa en el mismísimo meollo del teatro de la Transición, unido al sentimiento de una “vasquidad”  no excluyente, sino inclusiva,  Doña Elvira, imagínate Euskadi, por ejemplo; y el compromiso con el momentos histórico que le ha tocado vivir, del que La última cena, una de mis preferidas de sus obras es claro ejemplo; un padre, militante de la ortodoxia peneuvista, o como tal lo recuerdo, y un hijo próximo a la radicalidad insurgente de ETA. Interrogante implícita que algunos interesados en la cuestión vasca, entre los que me encuentro, hemos seguido planteándonos, incluso después de que  ETA dijera adiós a las armas. La playa bajo los adoquines es otra de mis preferidas, pues entronca con el mayo del sesenta y ocho, los estudiantes de la Sorbona en las barricadas, creo recordar, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre en la Coupole, una especie de Café de Gijón de Madrid, un poco más universalista.

 Uno de mis primeros contactos con Amestoy creo que fue  hace  años, cuando él dirigía el Centro Cultural de la Villa, de Madrid. Aparte su conocida imagen de creador, Amestoy tiene una enérgica y pragmática condición de gestor brillante.  Su paso por los Veranos de la Villa, Festival de Almagro, Teatro Español y un largo etecé, dan fe de ello. En el Centro Cultural de la Villa sometí a su juicio un proyecto de ediciones basado en la idea bergaminiana de La España peregrina, textos de exiliados españoles no publicados en España.  La idea le gustó y no recuerdo por qué razones no llegó a cuajar. Hube de esperar algún tiempo para materializarla con la editorial Torre Manrique Publicaciones, la aportación de Francisco García Navarrete y la dirección de Aurora de Albornoz; pura ruina. Cinco títulos, que hoy son objetivo de bibliófilos y no se encuentran en ninguna parte;  Javier Solana, ministro de cultura por entonces, y más tarde jefe de la OTAN,  ofreció su “generosa ayuda” y nos compró cinco ejemplares de cada número, a precio no de librería , sino editorial. Amestoy andaba ya en otros asuntos.

 Pero centrémonos en el  asunto Amestoy y sus enciclopédicos conocimientos del teatro del Siglo de Oro español, Lope y Calderón sobre todo. Y a su profundización en la historia de la tragedia griega, de la que su libro Siempre la tragedia griega es una referencia imprescindible e incuestionable.

Pasaron unos años en que le perdí la pista hasta que coincidimos en el Mundo verdadero, el iniciático de PedroJ Ramírez y Manuel Hidalgo donde creo recordar Ignacio Amestoy hacía una columna semanal de teatro o de lo que se terciara, según las exigencias de la actualidad.

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