Visión e imagen de Ignacio
Amestoy.
Ignacio es la cabeza de una saga, la saga Amestoy, que incluye a su esposa, la gran escultora, revelada
recientemente como escritora de
insólitas iluminaciones, Esperanza D,Ors;
Ainhoa Amestoy D,Ors, autora, directora y actriz, es el renuevo brillante de esta saga y está a
la altura de la estirpe. Ignacio Amestoy es un gran patriarca que parece un
hombre normal acostumbrado a vivir y contar, sin ínfulas ni retoricismos, las
cosas que acontecen en la rue. En esta saga, mi recuerdo personal para Alfredo Amestoy, hermano de
Ignacio, que se hizo célebre como originalísimo presentador de televisión: vitriólico
y divertido; periodista a
contracorriente, famoso y, a la vez, vasallo de la actualidad. Con Alfredo compartí
un tiempo un intenso fervor por Marylin
Monroe; yo le había dedicado a la humanísima diosa un poema hacía muchos
años y Alfredo, hacía menos, una rara obra
de teatro, En el
cielo no hay Chanel. Y, sin Chanel
número cinco, lo único que, según propia confesión se ponía para dormir, Marylin
no podía estar ni en el cielo ni en la tierra ni en el infierno.
Volvamos al protagonista de esta historia,
homenajeado por no sé qué motivos, anuque se me ocurren varios, y todos de peso.
Hace tiempo que conozco personalmente a
Ignacio Amestoy y una eternidad que lo admiro como maestro de dramaturgos y maestro de periodistas. En el magisterio
periodístico es difícil, pero no imposible del todo, seguirlo o, al menos,
tenerlo como referencia alcanzables. En la cosa dramatúrgica, es una meta que
declaro, por mi parte, inalcanzable. Me explico; en la primera, el periodismo, he procurado hallar en Ignacio una referencia
digna de imitación. Como periodista habré publicado unos
siete mil artículos, entrevistas y reportajes, mientras que, como autor de
teatro, apenas he hecho una incursión de dialoguista a la que el escenógrafo y
director David de Loaysa y los
intérpretes Sabela Hermida y Germán Torres dieron forma escénica en
La Guindalera de Teresa Valentin y Juan Pastor; se trata de Diálogo entre María Casares y Albert Camus. Traigo
esto a colación porque, tras una lectura dramatizada entre un grupo reducido de
amigos, Ignacio Amestoy, que hizo un magnífico Camus, estaba destinado
a ser en escena el célebre escritor francés; Ignacio Amestoy, maestro de actores, es también un excelente actor,
como no podía ser de otra manera. Tan
feliz acontecimiento no llegó a
producirse por la imposibilidad de cuadrar tiempos y espacios sin descuadrar otros
igualmente importantes.
Habiendo ejercido la crítica teatral durante muchos años, siempre como analista y
nunca como juez, la experiencia de pasarme al otro lado fue una revelación de la que extraje provechosas
conclusiones; la primera, no volver a escribir teatro. Había estado en lo que
podíamos llamar el lado oscuro, la crítica a pie de obra, nada más concluir el
espectáculo, para alcanzar el cierre del periódico, y de pronto me encontraba
con el aterrador asalto de la luz, la escritura, que me superaba. Sigo pensando que el teatro
es un lenguaje sagrado, al que sólo acceden unos pocos privilegiados, Amestoy entre ellos; un rito, una
ceremonia, una liturgia y una comunión con el público. Participa de la
literatura, pero no es sólo literatura.
Participa de la palabra, pero no es sólo palabra. El teatro tiene su propio lenguaje; una fusión, esencial, de elementos plásticos y recursos narrativos. Ese equilibrio complementario entre dos
discursos, el visual y el literario, es el que aporta en grado sumo a la escena,
creo yo, Ignacio Amestoy. Ello lo sitúa
en el mismísimo meollo del teatro de la Transición, unido al sentimiento de una
“vasquidad” no excluyente, sino
inclusiva, Doña Elvira, imagínate Euskadi, por ejemplo; y el compromiso con el
momentos histórico que le ha tocado vivir, del que La última cena, una de mis preferidas de sus obras es claro
ejemplo; un padre, militante de la ortodoxia peneuvista, o como tal lo
recuerdo, y un hijo próximo a la radicalidad insurgente de ETA. Interrogante
implícita que algunos interesados en la cuestión vasca, entre los que me
encuentro, hemos seguido planteándonos, incluso después de que ETA dijera adiós a las armas. La playa bajo los adoquines es otra de
mis preferidas, pues entronca con el mayo del sesenta y ocho, los estudiantes
de la Sorbona en las barricadas, creo recordar, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre en la Coupole, una especie de
Café de Gijón de Madrid, un poco más universalista.
Uno de mis primeros contactos con Amestoy creo que fue hace años, cuando él dirigía el Centro Cultural de
la Villa, de Madrid. Aparte su conocida imagen de creador, Amestoy tiene una
enérgica y pragmática condición de gestor brillante. Su paso por los Veranos de la Villa, Festival
de Almagro, Teatro Español y un largo etecé, dan fe de ello. En el Centro
Cultural de la Villa sometí a su juicio un proyecto de ediciones basado en la
idea bergaminiana de La España peregrina,
textos de exiliados españoles no publicados en España. La idea le gustó y no
recuerdo por qué razones no llegó a cuajar. Hube de esperar algún tiempo para
materializarla con la editorial Torre Manrique Publicaciones, la aportación de Francisco García Navarrete y la
dirección de Aurora de Albornoz;
pura ruina. Cinco títulos, que hoy son objetivo de bibliófilos y no se
encuentran en ninguna parte; Javier Solana, ministro de cultura por
entonces, y más tarde jefe de la OTAN, ofreció su “generosa ayuda” y nos compró cinco
ejemplares de cada número, a precio no de librería , sino editorial. Amestoy
andaba ya en otros asuntos.
Pero centrémonos en el asunto Amestoy y sus enciclopédicos
conocimientos del teatro del Siglo de Oro español, Lope y Calderón sobre todo.
Y a su profundización en la historia de la tragedia griega, de la que su libro Siempre la tragedia griega es una
referencia imprescindible e incuestionable.
Pasaron unos años en que le perdí
la pista hasta que coincidimos en el Mundo verdadero, el iniciático de PedroJ Ramírez y Manuel Hidalgo donde
creo recordar Ignacio Amestoy hacía
una columna semanal de teatro o de lo que se terciara, según las exigencias de
la actualidad.
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