El nombre de las cosas.
Lo mismo que ayer la tarde tenía para mí un nombre, El Soro, por encima de consideraciones
toreras, la de hoy tenía otro por indiscutible torería esencial: Diego Urdiales. Se cumplieron ambas
expectativas. Soro sobrevivió a duras penas a su sino maldito, el sino de todos
los inocentes impecunes, y Urdiales cayó
otra vez bajo la fatalidad de su mala espada. Nunca anduvo bien con el estoque
el riojano. Ahora se le disculpa porque
ha llegado a ser el torero más puro y cabal de España de estos momentos. Mala
suerte, dice la gente. Mala suerte parece pensar también un torero que es ya el
maestro que pudiera marcar una época que
no estuviera dominada por los mercaderes.
Pero no es cuestión de
mala suerte. Es que el mejor torero de España, el que atesora la tauromaquia
eterna y sin edades, no sabe matar. O no se atreve a matar. Ya es paradoja
grande, el mejor torero de las Españas no sabe matar. Cada natural de Urdiales a
los vulgares y desrazados alcurrucenes era un viejo códice con todas las claves
de la tauromaquia iluminadas; cada derechazo, un incunable. El coso de la calle
Xátiva era Siberia. Y sin ánimo de agravio, tanto Padilla como Miguel Abellán parecían rehenes de trabajos forzados frente a
la revelación indómita de Urdiales. Se acabaron las componendas; le darán pocas
corridas a Diego; pero hoy el toreo de Iberia pasa por Arnedo.
La verdad que esto del Plus está muy bien para ver los toros
cuando hace frio; y cuando hace calor también. Tiene un inconveniente máximo;
las divergencias o desavenencias que uno pueda tener con los comentaristas. Pero entonces me
acuerdo de lo mucho y bien que he escrito de Manuel Caballero, Vicente Barrera y, especialmente, de cómo he
jaleado bajo la Puerta del Príncipe, a Emilio
Muñoz. Y todo se olvida. El recuerdo del torero se impone a cualquier otra
consideración. Son obviamente gremialistas y barren para casa; pero hay
elementos técnicos y apreciaciones muy precisas que sin duda iluminan a los
escribidores.
Es la ventaja de estar retirado de esto; que todo empieza a
importarte un carajo; que si el choto afeitado, que si los nacionalismos perversos
antiespañoles, que si las esencias patrias y el Patio de Monipodio en que España toda se
ha convertido. El Plus te permite, además ver en diferido la corrida. El otro
dia preferí irme al Canal a ver un fantástico Cyrano, el narizotas, tan grande de nariz como desmesurado de
metáforas, y a la vuelta enchufé el Plus y me hallé con Castella y un toro que algunos
consideraron de indulto. La vuelta al ruedo ya fue excesiva.
Sin ser el Castella de sus mejores tiempos, ese
tigre con apariencia de Bambi que nos encandiló, Castella estuvo bien; bien a
secas. Y el toro, un Nuñez del Cuvillo
mecánico sin más capacidad de reacción
que el tiempo que le durase la cuerda mecánica. Por esta faena nunca le
hubiéramos dado el Paquiro, el gran Premio ideado por Luis María Anson y Luis
Abril, de cuyo Jurado formé parte hasta el año pasado en que dimití. Apenas
veo en vivo una docena de festejos y con ese bagaje no puedo, honestamente,
defender o atacar candidaturas en un jurado.
Si siguiera en esta línea ascendente de maestro reposado y seguro
de sí mismo, el torero de Arnedo podría ser algún año un serio candidato al
Paquiro. Francisco Montes le debe parte de su fama a la Oda, In Memoriam, que le
dedicó Reiner María Rilke. Yo,
modestamente, en Bilbao le dediqué a
Urdiales un romance. No es lo mismo, claro; ni yo soy Rilke. Pero tampoco Diego Urdiales es Francisco Montes, aunque está más cerca
de él que yo de Rilke. Lo cual lamento de verdad, pues el autor de Elegías de Duino y Sonetos a
Orfeo es el poeta imposible que siempre hubiese querido ser. Como otros
sueñan ser Enrique Ponce o José Tomás. Como decía el otro, hay
gente pa to.
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