sábado, 7 de noviembre de 2020

Alcaraz, el último indaliano

 

Francisco Alcaraz, el último pintor indaliano. In Memoriam

Ha muerto el último pintor con el indalo almeriense como símbolo, un gran restaurador de cuadros valiosísimos cuya autenticidad ratificó muchas veces frente al desconocimiento y desidia de sus poseedores.  Maestro de restauradores y un hombre bueno. Tallista de marcos,  que podríamos calificar “de autor”, pues no concebía un cuadro sin un marco excelente. Tarde me entero de la muerte de Francisco Alcaraz sobreviviente a Perceval, el fundador del movimiento indaliano, me parece, a Luis Cañadas y Capuleto,  que murieron hace tiempo. Francisco Alcaraz, 94 años. Reposa en Almería su tierra natal, tras una vida ajetreada y creativa,  bajo la sombra protectora de la alcazaba, fortaleza contra los árabes, que tantas veces pintó y de la cual conservo un  cuadro al óleo.  También conservo un primoroso retrato de Romero, su perro,  y de Peseta, su gata callejera que había recogido no sé dónde. Tuve el honor, de ahí su presencia en esta tribuna palentina,  de que pusiera sus dibujos en mi libro Palencia, paisajes con figura, que se expusieron en la Casa Regional de Palencia en Madrid, en la calle Bailén al lado del viaducto.

 Alcaraz siempre hizo una pintura amable y perfecta de flores y animales, menos un tiempo  en que hacía unos dibujos terribles, de fauces y colmillos  sangrientos  sobre cuyas razones otro indaliano, Luis Cañadas gran amigo de ambos, más de él que mio, reflexionábamos en ocasiones. De Luis Cañadas hay un excelente dibujo en la cripta del Café Gijón, interpretando un amargo soneto mío manuscrito. La colección de cuadros del Gijón fue el regalo que Alcaraz ideó para la dueña, doña María creo se llamaba, en su centenario, con la prohibición  de que ni actuales ni futuros dueños  comerciaran  con ellos.  Cañadas derivó hacia el muralismo y, como era un gran dibujante, esos murales le proporcionaron muchas satisfacciones y reconocimientos.

 En el número 17 de la calle Prim de Madrid estaba la buhardilla de Paco Alcaraz, seis pisos devastadores sin ascensor. En ella trataba de poner un cierto orden, Helia Turnon, su compañera, una francesa culta que no daba abasto al desorden de Paco ni al desorden de la buhardilla. Era amigo de todos, pero en especial de uno de los personajes más representativos del café, Beppo Abdulwahad, una inglesa mal hablada que dejó plantado a un príncipe árabe, de ahí su nombre, por un banderillero español, y a la que Alcaraz veía como genuina representante de la lucha de clases, cosa que a Beppo nunca se le pasó por la cabeza. El príncipe árabe se tiró por el hueco de un ascensor cuando Beppo lo abandonó.

Beppo, desconocía el mecanismo de las peluquerías y llegó tarde a mi boda porque la tuvieron más de la cuenta sentada en el sillón. A Beppo, excelente acuarelista, de lo cual vivía, le gustaba el flamenco. Por eso era amiga de Pepe el de la Matrona, cantaor grande y Premio de la Sorbona de París. Ambos me hicieron un lugar en su amistad y con ellos recorría las tabernas de los alrededores de Santa Ana, hasta llegar a Gayango, al lado de Villa Rosa, donde una vez le vi cantar a Pepe  para Gina Lollobrígida  unos fandangos, palo impropio de él, pero acaso el único capaz de entender la bellísima italiana. Pero fue Paco Alcaraz quien me advirtió “cuidado con lo que habláis en Gayango,  porque es confidente de la policía”. No lo sé, pero a Gayango, el día de la muerte de Franco, cuando yo cubría la información para no recuerdo qué revista, me lo encontré llorando en la cola para despedir al dictador. Querido Paco, no sé quién vive ahora en la buhardilla de Prim 17. Enfrente, o casi enfrente, supongo que siguen los cuarteles de militares que en noches angustiosas de tu alma te alarmaban. Mis abrazos, si viven, para Paquito y para Jeanette y para la hija mayor, residenciada en México, cuyo nombre no recuerdo en estos momentos. El Café Gijón sigue donde siempre, a la vuelta de la esquina. Esperándote.

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