miércoles, 4 de noviembre de 2020

JOSÉ LUIS GOMEZ; Laudatio de un gran hombre de teatro

 

Visión personal. Retrato a punta seca.

 Este hombre de ochenta años, un grande de la escena española y europea, académico de la RAE, emigrante de Huelva, camarero y pinche de cocina por los hoteles de Europa, en lejanísimos tiempos para ganarse el sustento, sigue en la brecha del teatro. Acaba de estrenar en la Abadia, Mio Cid;  la historia y la leyenda, los principios del castellano, la grandeza de un mercenario que, como todos los mercenarios, siempre guarda una o más fidelidades y algunas traiciones.  De lo cual, de esta intensa actividad, se deduce que el teatro no solo forma parte de la vida de Gómez; el teatro es su vida. Al volver a España nos trajo a Bertold Brecht y supimos verdaderamente quién era este prófugo del nazismo, más perjudicado por sus seguidores que por sus detractores. La distanciación brechtiana siempre fue mal entendida en España, tan mal como el Método, de Strimberg,  la memoria emocional. O como La paradoja del comediante a la cual Gómez creo que es más afín. Algunos se creían, y tal vez fuera  cierto, que para transmitir una sensación de asco, Nicolás Cage  masticaba cucarachas.

 Lo recuerdo a Gómez, por primera vez, en Arturo Ui, Hitler en estado de pureza elemental, La resistible ascensión de Arturo Ui. El título creó cierta confusión entre la gente, y era frecuente que se cambiara por irresistible, o sea imparable, con lo cual se presentaba el ascenso de Hitler como algo fatal e inevitable sin que la sociedad que lo alzó tuviere ninguna culpa. Por el contrario, el término resistible demuestra que a Hitler se le pudo parar a tiempo. Pero se le dejó hacer, reconociendo en él el destino superior de la raza aria. Por entonces yo no conocía, y quizá no se hubiera publicado, La lengua del III Reich, de Victor Klemperer, un judío despojado de su cátedra y todos sus derechos, marcado ostentosamente por el triángulo amarillo delator.  Desde hace tiempo La lengua del III Reich es uno de mis libros de cabecera.

Con Jose Luis Gómez he dialogado a veces sobre el dolor y las dificultades del hombre para afrontarlo. A mí, más que el dolor propio, me preocupa y desconcierta, porque no puedo comprenderlo, el dolor de los niños. Si el dolor es un castigo, ¿cómo puede castigarse la inocencia?. Me turba el pasaje de Los hermanos Karamazov en que describe la risa limpia y clara de los niños, momentos antes de ser atravesados por las bayonetas de los soldados. Si por algo me sigue impresionando Mortal y rosa, de Paco Umbral, es por su desesperación ante el dolor de su hijo, Pincho, muerto del mal azul a la edad de seis años. En La peste, el doctor Rieux impotente ante el avance de la epidemia y la mortandad de niños llenos de llagas y bubones, reniega de un “dios que permite el sufrimiento de un niño”.

Con José Luis Gómez, he hablado de teatro pocas veces. Él habla de teatro en sus montajes, yo desde mis críticas de las que, como las de otros periodistas, le interesa la capacidad analítica más que el elogio o la descalificación. Tuve el privilegio de que me permitiera asistir a uno de sus ensayos en la Abadía y pude comprobar la disciplina reverencial, por decirlo con palabras suaves, con que actores y actrices seguían las pautas implacables que les marcaba. Luego, algunos me confesaron que ese ensayo había sido inusualmente permisivo para lo que “acostumbra a ser José Luis”. Nada me parece hay escrito sobre tema. Miguel Mihura dejaba a los intérpretes a su albedrío y Ramón Paso también. Pero en este percibo lo que se llama mano de hierro en guante de terciopelo. Y algo parecido en Miguel del Arco, por ejemplo. O en Israel Elejalde. De incógnito y sin que los intérpretes lo supieran, he asistido, con la complicidad de director o directora, a algunos ensayos. Es una situación delicada que no aconsejo, pues es normal que el director o la directora quieran saber la opinión de un crítico, antes de que se apaguen las luces y se alce el telón.

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