Se nos fue el
sacristán de Divinas Palabras
Ha muerto en Valladolid donde residía desde hace tiempo, aunque era
natural de Zaragoza, Juan Antonio Quintana. ¡!Un actor!!. Un actor en toda la extensión de la palabra. Y
un amigo. Las reseñas periodísticas de urgencia, las malas reseñas, pues el
periodismo siempre es de urgencia y celeridad y no excluye la exactitud y calidad, lo definen como ¨actor de series de televisión¨.
Nadie podría negar eso. Era actor de televisión y de cine. Pero Juan Antonio
Quintana era, sobre todo, un excelente actor de teatro, disciplinado y
capaz de desentrañar con sabiduría los más escondidos resortes y profundidades del
personaje. Lo recuerdo sobre todo en el
sacristán de Divinas palabras, de Valle Inclán, en el Teatro Bellas
Artes, dirigido por José Tamayo, el gran mago, el viejo zorro que
aprovechando su participación en el ejército de Franco y que a este le
gustaba la zarzuela, trajo a España lo mejor del teatro europeo, desde Bertold
Brecht, a Arthur Müller o Albert Camus. Ignoro si a Franco le
gustaban todas las zarzuelas o sólo le gustaba Marina, de Emilio Arrieta y Francisco
Camprodon, por la que, cuentan, el
cruento Generalísimo, bebía los vientos. Tamayo llevó por el mundo
entero la zarzuela, pero nadie pudo
decir de él que hiciera apología del franquismo ni del dictador. Su filosofía de la vida y del
teatro era el posibilismo, la concertación, palabra que le gustaba mucho como
forma de entendimiento. Sin Tamayo no podría entenderse el teatro español de la
segunda mitad del siglo XX, su apertura a la modernidad ideológica y formal. Pero acabemos
aquí este breve excurso a propósito de Divinas palabras, un hito
divisorio entre el inicial Valle Inclán y su paso al hallazgo genial del
esperpento. No sin antes valorar la capacidad de Tamayo para torear a
los censores que, pasado el dia del estreno, no volvían a aparecer por el
teatro.
Juan Antonio Quintana hizo
y enseñó teatro en Valladolid llevando a la Universidad su capacidad docente.
Estaba casado con Meri Maroto, pintora y escenógrafa, y era padre de Lucía
Quintana, una de las actrices españolas de más sólida consistencia técnica,
alimentada por una poderosa emocionalidad, tanto en el drama como en la
comedia. España es, sobre todo, país de actrices, y Lucía forma parte de
esa gloriosa constelación de comediantas.
Siempre que iba por Valladolid,
almorzábamos juntos y, hablando de teatro, apenas nos dábamos cuenta de que la
exquisita comida de Casa Manolo, creo que así se llamaba la tasca, se
nos quedaba fría. A veces nos acompañaba una amiga mía, aficionada al teatro,
que admiraba mucho a Quintana, María
Jesús Zaragoza. Entre un joven maestro,
como generosamente le gustaba llamarme, y una joven admiradora incondicional, Juan
Antonio Quintana se sentía a gusto. Pasado este lio de la peste y los
confinamientos, si es que pasa, y si el mandamás
del teatro en Valladolid, el empresario Enrique Cornejo, nos prestaba
apoyo logístico, pretendíamos montar un breve espectáculo, recital más bien a dos voces, de inauguración de un bar en la plaza de toros
que una joven emprendedora, Graciela Arribas, pretende poner en marcha
cuando las dificultades burocráticas del Ayuntamiento den luz verde a una
empresa que generará muchos puestos de trabajo. Siempre falta una firma de
alguien, como si estuviéramos en los tiempos de Larra y vuelva usted
mañana. Para nuestro recital no necesitábamos ninguna firma, solo el teatro
Zorrilla, lleno con el tirón de Quintana. O, ya puestos, el Teatro Calderón
donde estando en la mili, Capitanía General, yo ví una película infame, de Saenz
de Heredia me parece, titulada Franco ese hombre.
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