jueves, 17 de febrero de 2022

 

Se nos fue el sacristán de Divinas Palabras

Ha muerto en Valladolid  donde residía desde hace tiempo, aunque era natural de Zaragoza, Juan Antonio Quintana. ¡!Un actor!!.  Un actor en toda la extensión de la palabra. Y un amigo. Las reseñas periodísticas de urgencia, las malas reseñas, pues el periodismo  siempre es de  urgencia y celeridad y no excluye  la exactitud y calidad,  lo definen como ¨actor de series de televisión¨. Nadie podría negar eso. Era actor de televisión y de cine. Pero Juan Antonio Quintana era, sobre todo, un excelente actor de teatro, disciplinado y capaz de desentrañar con sabiduría los más escondidos resortes y profundidades del personaje.  Lo recuerdo sobre todo en el sacristán de Divinas palabras, de Valle Inclán, en el Teatro Bellas Artes, dirigido por José Tamayo, el gran mago, el viejo zorro que aprovechando su participación en el ejército de Franco y que a este le gustaba la zarzuela, trajo a España lo mejor del teatro europeo, desde Bertold Brecht, a Arthur Müller o Albert Camus. Ignoro si a Franco le gustaban todas las zarzuelas o sólo le gustaba Marina,  de Emilio Arrieta y Francisco Camprodon,  por la que, cuentan, el cruento Generalísimo, bebía los vientos. Tamayo llevó por el mundo entero la zarzuela, pero  nadie pudo decir de él que hiciera apología del franquismo ni  del dictador. Su filosofía de la vida y del teatro era el posibilismo, la concertación, palabra que le gustaba mucho como forma de entendimiento. Sin Tamayo no podría entenderse el teatro español de la segunda mitad del siglo XX, su apertura a  la modernidad ideológica y formal. Pero acabemos aquí este breve excurso a propósito de Divinas palabras, un hito divisorio entre el inicial Valle Inclán y su paso al hallazgo genial del esperpento. No sin antes valorar la capacidad de Tamayo para torear a los censores que, pasado el dia del estreno, no volvían a aparecer por el teatro.

Juan Antonio Quintana hizo y enseñó teatro en Valladolid llevando a la Universidad su capacidad docente. Estaba casado con Meri Maroto, pintora y escenógrafa, y era padre de Lucía Quintana, una de las actrices españolas de más sólida consistencia técnica, alimentada por una poderosa emocionalidad, tanto en el drama como en la comedia. España es, sobre todo, país de actrices, y Lucía forma parte de esa gloriosa constelación de comediantas.

Siempre que iba por Valladolid, almorzábamos juntos y, hablando de teatro, apenas nos dábamos cuenta de que la exquisita comida de Casa Manolo, creo que así se llamaba la tasca, se nos quedaba fría. A veces nos acompañaba una amiga mía, aficionada al teatro, que  admiraba mucho a Quintana, María Jesús Zaragoza.  Entre un joven maestro, como generosamente le gustaba llamarme,  y una joven admiradora incondicional, Juan Antonio Quintana se sentía a gusto. Pasado este lio de la peste y los confinamientos, si es que pasa,  y si el mandamás del teatro en Valladolid, el empresario Enrique Cornejo, nos prestaba apoyo logístico, pretendíamos montar un breve espectáculo, recital más bien  a dos voces,  de inauguración de un bar en la plaza de toros que una joven emprendedora, Graciela Arribas, pretende poner en marcha cuando las dificultades burocráticas del Ayuntamiento den luz verde a una empresa que generará muchos puestos de trabajo. Siempre falta una firma de alguien, como si estuviéramos en los tiempos de Larra y vuelva usted mañana. Para nuestro recital no necesitábamos ninguna firma, solo el teatro Zorrilla, lleno con el tirón de Quintana. O, ya puestos, el Teatro Calderón donde estando en la mili, Capitanía General, yo ví una película infame, de Saenz de Heredia me parece, titulada Franco ese hombre.

 

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