miércoles, 1 de noviembre de 2023

CUARENTA AÑOS SIN MONTSERRAT ROIG.

MEMORIA; NOCHEVIEJA EN SAN PETERSBURGO

No recuerdo  a cuento de qué, hace uno sdias, Julia Otero y David Trueba,  tan estupendo cineasta como su hermano Fernando el premiadísimo y pendenciero, políticamente hablando, Fernando, han traído a colación en Onda Cero a Montserrat Roig.  Un mito. Y personalmente, para mí, una religión laica. Cuando murió joven aún,  estos días  hará  cuarenta años, el mito estaba consolidado. Por su activismo político en el PSUC, por su periodismo de combate y por su novela La hora violeta. A mí, de  la premiada Hora violeta, que releo en estos momentos,  lo que de verdad me gusta es el título. No transcribo la dedicatoria manuscrita porque es casi tan larga como la novela. Prefiero  Molta roba i poc sapo, Mucha ropa y poco jabón, Y su libro de entrevistas Los hechiceros de la palabra  en el que muestra su sagacidad de entrevistadora. O sus artículos. En estas horas terribles, que amenazan una tercera y última guerra mundial, pues nadie quedaría para contarlo, echo de menos escritores como  ella, articulistas así, periodistas de trinchera y grandes escritores como Francisco Umbral, o Manolo Vázquez Montalbán, un suponer. La Roig y yo nos conocimos volando hacia la URSS en un viaje de bajo coste organizado por Comisiones Obreras. Ana, mi mujer, también periodista y que admiraba a la Roig, se hicieron muy amigas. Durante el viaje nos juramentamos para tomar de nuevo el Palacio de Invierno de los Zares, cosa que obviamente no hicimos. Le habían encomendado a Montserrat la custodia de un payés,  que había vivido exiliado en Francia al lado mismo de la frontera circunstancia que le permitía pasar a España cuando quería,  vivir realmente aquí. Nada más aterrizar, Montserrat Roig nos endosó al payés, sorprendido de todo; de que el avión volara por encima de las nubes y la lluvia que caía por debajo del avión; de que apretando un botón se pusiera en marcha un ascensor. Y sorprendido, sobre todo, del Kremlim. Como era un payés primario y buenísima persona, se quedó boquiabierto en la Plaza Roja y me preguntó, ¿esto lo hicieron los nuestros o estaba ya cuando vinimos nosotros?.

 Montserrat no tomó el Palacio de Invierno, tenía otras cosas más urgentes que hacer.  Ni yo, que no tenía entre manos nada más importante.  En uno de sus  viajes anteriores  para documentar su libro La aguja dorada, sobre el cerco de Leningrado,  le había quedado un amigo fervoroso y apasionado que la esperaba y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Era un autor dramático prohibido  y sin estrenar, cuyo verdadero alcance nunca pude, naturalmente, comprobar.   No cesaban de pedirme que les hiciese fotografías,  gozosos y acaramelados.

    _No te puedes imaginar, Javier, lo que nos ocurriría a él y a mí,  si estas fotos cayeran en manos inadecuadas” , me dijo la Roig en un momento dado. A él lo mandan a Siberia. O lo fusilan. Y yo no volvería a pisar la URSS .

Cierto desencanto sobre la Revolución empezaba a desanimarla. Yo les preguntaba, por pura lógica, para que querían entonces las fotos si eran un peligro. Pero no renunciaban a ellas.  Saqué el carrete, se lo entregué y Montserrat …me dio un beso.  La Roig y yo aplazamos la conquista del Palacio, pero recorrimos a conciencia las salas del Ermitage  para admirar sus tesoros. En Noche Vieja, nos invitaron a una cena fiesta muy concurrida y aprovechando que a mí me habían dado, ignoro por qué, cuatro invitaciones, le sugerí que invitáramos a su amigo, el represaliado.  También ignoro por qué Montserrat dijo que no afirmando  que los tres, Ana, ella y yo éramos suficiente. Cenamos  caviar rojo Beluga,  bebimos vodka a la manera rusa, y bailamos. Bueno, lo de bailar es un decir, pues nunca he sido un superdotado del baile;  el pasodoble torpe y pare usted de contar. Salimos a la calle con una temperatura de 20 grados bajo cero, Monserrat resbaló y se pegó una culada de órdago. Ana y yo comprobamos que su culo  no había sufrido  desperfectos y,  a partir de entonces mi recuerdo de esa noche, es nebuloso e inconsistente. Amanecí  solo,  en mi cama de un  hotel cutre, abrazado a un enorme oso de peluche que, según me dijeron, me había puesto en los brazos Montserrat.  Ana llegó poco después, aterida de frío pues es abstemia y no podía contar con la calefacción del vodka.

     La última vez que ví a Montserrat Roig fue el dia del tejerazo, el 23F. Habíamos tomado café en el bar del Wellington donde se hospedaba,  y por la tarde daba una conferencia en la librería de mujeres,  donde había quedado con Ana. Al hotel  fue a verla una amiga que le regaló un libro y una rosa roja y se quedó con ella. Comprendí pronto que yo allí  estaba de más, me despidieron educadamente y se quedaron tomando un té. Nada más oir que había tiros en el Congreso, cuando se preparaba para dar la conferencia,   salió disparada hacia  Barajas en el primer taxi que halló a la puerta, según me dijo el recepcionista;  tan disparada que olvidó su  abrigo y de pagar la cuenta. Pocos dias más tarde el director  se lo envió con una nota; “este hotel se siente  honrado de tenerla a usted entre sus clientes. La cuenta está saldada.”  Intenté verla en posteriores viajes a Barcelona, pero resultó imposible. No respondía a mis recados en el contestador. Y presentarme en su casa, habría sido verdaderamente impropio y de mal gusto. Ignoro si ya le habían diagnosticado el cáncer de mama que la mató o, simplemente, no le apetecía verme. Puede que ambas cosas. San Petersburgo,  de todas formas, quedaba ya muy lejos. Acaso había sido un sueño…que nunca existió.

 


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