CUARENTA AÑOS SIN MONTSERRAT ROIG.
MEMORIA; NOCHEVIEJA EN SAN PETERSBURGO
No recuerdo a cuento de qué, hace uno sdias, Julia Otero
y David Trueba, tan estupendo cineasta como
su hermano Fernando el premiadísimo y pendenciero, políticamente hablando, Fernando,
han traído a colación en Onda Cero a Montserrat Roig. Un mito. Y personalmente, para mí, una
religión laica. Cuando murió joven aún,
estos días hará cuarenta años, el mito estaba consolidado. Por
su activismo político en el PSUC, por su periodismo de combate y por su novela La hora violeta. A mí, de la premiada Hora violeta, que releo en estos momentos, lo que de verdad me gusta es el título. No
transcribo la dedicatoria manuscrita porque es casi tan larga como la novela. Prefiero
Molta
roba i poc sapo, Mucha ropa y poco jabón, Y su libro de entrevistas Los hechiceros de la palabra en
el que muestra su sagacidad de entrevistadora. O sus artículos. En estas horas
terribles, que amenazan una tercera y última guerra mundial, pues nadie quedaría
para contarlo, echo de menos escritores como ella, articulistas así, periodistas de
trinchera y grandes escritores como Francisco Umbral, o Manolo Vázquez Montalbán,
un suponer. La Roig y yo nos conocimos volando hacia la URSS en un viaje de
bajo coste organizado por Comisiones Obreras. Ana, mi mujer, también periodista
y que admiraba a la Roig, se hicieron muy amigas. Durante el viaje nos
juramentamos para tomar de nuevo el Palacio de Invierno de los Zares, cosa que
obviamente no hicimos. Le habían encomendado a Montserrat la custodia de un
payés, que había vivido exiliado en
Francia al lado mismo de la frontera circunstancia que le permitía pasar a
España cuando quería, vivir realmente
aquí. Nada más aterrizar, Montserrat Roig nos endosó al payés, sorprendido de
todo; de que el avión volara por encima de las nubes y la lluvia que caía por
debajo del avión; de que apretando un botón se pusiera en marcha un ascensor. Y
sorprendido, sobre todo, del Kremlim. Como era un payés primario y buenísima
persona, se quedó boquiabierto en la Plaza Roja y me preguntó, ¿esto lo hicieron los nuestros o estaba ya
cuando vinimos nosotros?.
Montserrat no tomó el
Palacio de Invierno, tenía otras cosas más urgentes que hacer. Ni yo, que no tenía entre manos nada más
importante. En uno de sus viajes anteriores para documentar su libro La aguja dorada, sobre el cerco de Leningrado, le había quedado un amigo
fervoroso y apasionado que la esperaba y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Era
un autor dramático prohibido y sin
estrenar, cuyo verdadero alcance nunca pude, naturalmente, comprobar. No
cesaban de pedirme que les hiciese fotografías, gozosos y acaramelados.
_No te puedes imaginar, Javier, lo que nos
ocurriría a él y a mí, si estas fotos
cayeran en manos inadecuadas” , me dijo la Roig en un momento dado. A él lo
mandan a Siberia. O lo fusilan. Y yo no volvería a pisar la URSS .
Cierto desencanto sobre la
Revolución empezaba a desanimarla. Yo les preguntaba, por pura lógica, para que
querían entonces las fotos si eran un peligro. Pero no renunciaban a ellas. Saqué el carrete, se lo entregué y Montserrat …me
dio un beso. La Roig y yo aplazamos la
conquista del Palacio, pero recorrimos a conciencia las salas del Ermitage para admirar sus tesoros. En Noche Vieja, nos
invitaron a una cena fiesta muy concurrida y aprovechando que a mí me habían
dado, ignoro por qué, cuatro invitaciones, le sugerí que invitáramos a su amigo,
el represaliado. También ignoro por qué
Montserrat dijo que no afirmando que los
tres, Ana, ella y yo éramos suficiente. Cenamos
caviar rojo Beluga, bebimos vodka
a la manera rusa, y bailamos. Bueno, lo de bailar es un decir, pues nunca he
sido un superdotado del baile; el
pasodoble torpe y pare usted de contar. Salimos a la calle con una temperatura
de 20 grados bajo cero, Monserrat resbaló y se pegó una culada de órdago. Ana y
yo comprobamos que su culo no había
sufrido desperfectos y, a partir de entonces mi recuerdo de esa noche,
es nebuloso e inconsistente. Amanecí solo,
en mi cama de un hotel cutre, abrazado
a un enorme oso de peluche que, según me dijeron, me había puesto en los brazos
Montserrat. Ana llegó poco después,
aterida de frío pues es abstemia y no podía contar con la calefacción del
vodka.
La última vez que ví a Montserrat Roig fue
el dia del tejerazo, el 23F. Habíamos tomado café en el bar del Wellington
donde se hospedaba, y por la tarde daba
una conferencia en la librería de mujeres, donde había quedado con Ana. Al hotel fue a verla una amiga que le regaló un libro y
una rosa roja y se quedó con ella. Comprendí pronto que yo allí estaba de más, me despidieron educadamente y
se quedaron tomando un té. Nada más oir que había tiros en el Congreso, cuando
se preparaba para dar la conferencia, salió disparada hacia Barajas en el primer taxi que halló a la
puerta, según me dijo el recepcionista; tan disparada que olvidó su abrigo y de pagar la cuenta. Pocos dias más
tarde el director se lo envió con una
nota; “este hotel se siente honrado de
tenerla a usted entre sus clientes. La cuenta está saldada.” Intenté verla en posteriores viajes a
Barcelona, pero resultó imposible. No respondía a mis recados en el
contestador. Y presentarme en su casa, habría sido verdaderamente impropio y de
mal gusto. Ignoro si ya le habían diagnosticado el cáncer de mama que la mató o,
simplemente, no le apetecía verme. Puede que ambas cosas. San Petersburgo, de todas formas, quedaba ya muy lejos. Acaso
había sido un sueño…que nunca existió.
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