PEPE LUCAS. EL
EXPRESIONISMO VORAZ
Ha muerto un pintor. Ha muerto un
amigo. José Lucas. De Cieza, Murcia, y del mundo. Queda su pintura, pero el
amigo se ha ido. La gracia de un
banderillero en un cuerpo de picador. Le
ha matado la obra que más fama le dio, los murales de la estación de Chamartín;
una caída mientras los estaba restaurando, buscando quizá la perfección a la que siempre aspiraba. Devoto de Juan
Ramón, al que idolatraba, bien podía parafrasearlo, perfección
dame el nombre exacto de las cosas. Los murales de Chamartín son un
violento volcán de trazos y colores. La lírica profunda hecha fuego; el fuego
incandescente hecho lirismo fresco y profundo.
Para mí, la muerte de Pepe Lucas, no es
el momento de los elogios póstumos y desmesurados; es el momento de las
gratitudes y algunas carencias. Ya no podré citarle en mis crónicas de toros de
El Mundo, porque ya no escribo crónicas de toros ni escribo en el Mundo ni en ninguna parte, sólo mis Memorias de las
que Pepe Lucas forma parte imprescindible y necesaria; y mi poesía crepuscular que no ha conocido
porque la vida puso distancias y
kilómetros entre nosotros. No volverá a
decir, en el desolladero de Las Ventas, en tardes de cartel mediocre, patio de
arrastre de tantas ilusiones, donde Pepe Lucas era un oráculo, esta tarde, los únicos muletazos que van a
verse, son los muletazos de Javier Villán. Y señalaba la muleta ortopédica que
apuntalaba mi cojera, resultante ésta
de una desafortunada intervención
quirúrgica. Como Pepe Lucas consideraba la cojera un elemento estético de primer orden, tuvimos un serio debate en
el Café Gijón sobre qué tipo de cojera debiera adoptar yo. A la mesa de los poetas,
entre los que se hallaba su admirado
Gerardo Diego, aquello les traía al fresco. Pepe se inclinaba por el cojear patizambo de Quevedo y yo era partidario
del más cosmopolita y canalla de lord
Byron. José Lucas era un gran lector de poesía, un voraz lector de poesía, me
atrevería decir. Y una tarde, un jueves,
don Dámaso Alonso se paró con el taxi esperando a la puerta, camino de la
Academia, a tomar la copa de coñac que Eulalia Galvarriato, su mujer, le tenía
prohibido en casa. Los presenté
ceremoniosamente, pues yo conocía a don Dámaso, que a veces me utilizaba de
amanuense, y Pepe Lucas, mientras le invitaba a la copa de coñac hizo un rápido y exacto análisis
de Los
hijos de la ira, que dejó perplejo al eminente filólogo. No sé lo que
Dámaso Alonso agradeció más; si el juicio a su libro capital o la invitación al coñac,
pues don Dámaso era muy parco en los gastos.
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