martes, 24 de octubre de 2023

 

 

PEPE LUCAS.  EL EXPRESIONISMO VORAZ

Ha muerto un pintor. Ha muerto un amigo. José Lucas. De Cieza, Murcia, y del mundo. Queda su pintura, pero el amigo se ha ido.  La gracia de un banderillero en un cuerpo de picador.  Le ha matado la obra que más fama le dio, los murales de la estación de Chamartín; una caída mientras los estaba restaurando, buscando quizá la perfección a  la que siempre aspiraba. Devoto de Juan Ramón, al que idolatraba, bien podía parafrasearlo,  perfección dame el nombre exacto de las cosas. Los murales de Chamartín son un violento volcán de trazos y colores. La lírica profunda hecha fuego; el fuego incandescente  hecho lirismo fresco y profundo. Para mí,  la muerte de Pepe Lucas, no es el momento de los elogios póstumos y desmesurados; es el momento de las gratitudes y algunas carencias. Ya no podré citarle en mis crónicas de toros de El Mundo, porque ya no escribo crónicas de toros ni escribo en el Mundo  ni en ninguna parte, sólo mis Memorias de las que Pepe Lucas forma parte imprescindible y necesaria; y  mi poesía crepuscular que no ha conocido porque la vida puso  distancias y kilómetros entre nosotros. No  volverá a decir, en el desolladero de Las Ventas, en tardes de cartel mediocre, patio de arrastre de tantas ilusiones, donde Pepe Lucas era un oráculo, esta tarde, los únicos muletazos que van a verse, son los muletazos de Javier Villán. Y señalaba  la muleta ortopédica  que  apuntalaba mi cojera, resultante ésta  de una desafortunada  intervención quirúrgica. Como Pepe Lucas consideraba la cojera un elemento estético  de primer orden, tuvimos un serio debate en el Café Gijón sobre qué tipo de cojera debiera adoptar yo. A la mesa de los poetas, entre los que se hallaba su admirado  Gerardo Diego, aquello les traía al fresco.  Pepe se inclinaba  por el cojear patizambo de Quevedo y yo era partidario del más cosmopolita  y canalla de lord Byron. José Lucas era un gran lector de poesía, un voraz lector de poesía, me atrevería decir.  Y una tarde, un jueves, don Dámaso Alonso se paró con el taxi esperando a la puerta, camino de la Academia, a tomar la copa de coñac que Eulalia Galvarriato, su mujer, le tenía prohibido en casa.  Los presenté ceremoniosamente, pues yo conocía a don Dámaso, que a veces me utilizaba de amanuense, y Pepe Lucas, mientras le invitaba a  la copa de coñac hizo un rápido y exacto análisis de  Los hijos de la ira, que dejó perplejo al eminente filólogo. No sé lo que Dámaso Alonso agradeció más; si el juicio a su libro capital o la invitación al coñac, pues don Dámaso era muy parco en los gastos.

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