MURIEL FEINER, UNA NEOYORKINA , ESPAÑA Y UN BANDERILLERO
Muriel Feiner, a través de un amigo común, Juilán Agulla, a
quien se debe un catálogo exhaustivo de
toros famosos en la historia de la
corrida, me ha enviado su libro Mi
barrio de las letras, publicado por Editorial Temple, en la que anda hace tiempo enredado
mi paisano Vidal Pérez Rodríguez. El libro tiene un prólogo firmado por José
Luis Martinez Almeida, actual alcalde
de Madrid. A mí los alcaldes de Madrid, por una cosa o por otra, me han
interesado siempre. El que más, mi amigo, salvando distancias de edad y sabiduría, el viejo profesor
represaliado por el franquismo, don Enrique Tierno Galván, que se
definía ateo, pero estaba convencido de que ¨´dios no abandona nunca a los buenos marxistas¨´. Textual. Este fue
instigador de la Movida, movimiento inconformista contra la moral
esclerotizada y roma de una Transición a medio hacer; la Santa Transición, así
bautizada por Francisco Umbral. Por
razones muy distintas, también me interesó,
y tuve contactos periodísticos, el
Conde de Mayalde, Escrivá de Romani, ganadero de bravo, gatillero del
amanecer en su fascista juventud, se dice que responsable de haber echado de
España, tras brutal paliza, al gran Miguel
de Molina, revolucionario de la copla,
“por rojo y por maricón”. (Sic)
Muriel Feiner, neoyorkina,
vino a España muy joven para hacer una tesis académica y se encontró con los
toros y el flamenco. Se casó con un matador, Pedro Giraldo, que acabó pasándose
a los palos, cuando los contratos empezaron
a escasear. Pedro Giraldo, ¡!va por usted!, palentino como Marcos de Celis,
gran capotero años cincuenta, es un buen tercero. Con las virtudes que se le
exigen a un tercero, eficacia en la brega y acierto con la puntilla en caso de
necesidad.
Pero volvamos al libro de Muriel,
Mi barrio de las letras, que puede ser el barrio mío y el de mi
generación, aunque nunca lo llamamos así,
aquéllos que llegamos a Madrid con ganas
de comernos el mundo y, lo que es peor, acabamos comiéndonoslo. Hay que
tener mucho audacia y mucha pasión, siendo
neoyorquina, para escribir de una ciudad sobre la que han escrito Ramón
Gómez de la Serna, don Ramón María del Valle Inclán, Francisco Umbral, Ernest
Hemingway y otros padres procesales y
costumbristas celebérrimos. Y a la que Paul
Elouard llamó capital de la gloria, cuando la Incivil guerra del 36.
Y a la que antes don Antonio Machado la había definido como rompeolas
de todas las Españas.
Nuestro mapa madrileño, el de mi
generación bohemia y noctívaga, podría establecer sus límites en el Café
Gijón del Paseo Recoletos y el Corral de la Morería, tablao flamenco
al lado del viaducto que tenía las mejores
bailaoras, las mejores guitarras y el mejor jamón del mundo mundial. Al jamón,
a la manzanilla de Sanlucar y al vino fino de Jerez nos invitaban pintores y escritores con
posibles, Enrique Navarro por ejemplo, que saldaba sus cuentas con
cuadros. Pintura por manzanilla de Sanlúcar y jamón de Guijuelo. Era un gran
retratista , vivía encima del Café Gijón y de él conservo un magnífico retrato
que me hizo con una dedicatoria más magnífica aún ¨´a Javier Villán,
contra todos¨´. Le duró una hora, justo el tiempo que nos duró la botella de
tinto rioja que habíamos subido. Enrique quería retocarlo, pero no se lo
permití, déjalo, no lo toques ya más que
así es la rosa” Juan Ramón.
Los escasos de dinero y
abundantes de hambre, que éramos muchos, comíamos en la taberna Carmencita de la
calle Libertad, por ocho pesetas
y cincuenta céntimos, y aun podíamos repetir del primer plato si no había
exceso de clientes y sobraba. Años más tarde en la misma calle, un
grupo de amigos capitaneados por el poeta e historiador, Emilio Sola, fundamos
La Vaquería, centro de lectura, amores fugaces, vinos y jarana, que una
madrugada dinamitaron los Guerrilleros de Cristo Rey. Estos fornidos
patriotas tuvieron la delicadeza de hacerlo cuando nosotros estábamos fuera y
durmiendo. Los Guerrilleros era una partida de mozallones gigantescos, ultrafascistas
al mando de un señor bajito, Sánchez Covisa, al que llamábamos el enano.
Podría entrar en detalles y aventuras, pero no
es el caso y serían mis Memorias y no las Muriel Feiner. Estás
breves notas solo pretenden la celebración y reconocimiento, de una neoyorkina, fotógrafa
y escritora, enamorada de España. Me parece muy oportuno su
guiño a la tauromaquia y al flamenco, pues ambas disciplinas siempre fueron de la
mano. Especialmente significativo para mí, es el recuerdo que dedica a Gayango
taberna flamenca con un cuarto de cabales donde los privilegiados podíamos
escuchar cante jondo de verdad. De Gayango, el dueño y camarero
servicial, se sospechaba que era confidente de la policía, por lo cual éramos
pródigos en el bebercio, pero muy parcos en el hablar.
Allí conocí a la estrella italiana de cine, Gina Lollobrígida, que a muchos nos
gustaba más que su eterna rival Sofía
Loren. A Gina; la acompañaba un macarrilla, un chulángano que le estaba
robando la cartera a la vista de todos. Gayango confidente policial, no lo sé. Pero
franquista lo era a tope. Me lo encontré haciendo cola y llorando para decir
adiós a Franco, cuya capilla ardiente se había instalado en el Palacio de
Oriente cerca del balcón desde el que pronunciaba sus discursos sobre la conspiración
judeomasónica internacional. Evento que
yo estaba cubriendo, de encargo, para alguna revista de la entrepierna, el
corazón y otras vísceras, .
De Gayango, taberna, elogiado por
Muriel, tengo estupendos recuerdos
de los ratos que compartí allí con Beppo
Abdullwahad y Pepe de la Matrona,
que me invitaban a vino y bocadillo de jamón. Beppo era una pintora inglesa, acuarelista más bien,
casada con un príncipe árabe, también inspirado acuarelista, de ahí el apellido
Abdullwahad. Este príncipe se suicidó, tirándose por el hueco de un ascensor,
al enterarse de que Beppo le ponía los cuernos con un banderillero. Los amigos
del príncipe juraron matarla y tuvo que
salir huyendo de París. Al menos eso me contaba Francisco Alcaraz,
pintor de la escuela indaliana, Almería, que la había conocido allí. Alcaraz, en
París, no solo aprendía pintura y
frecuentaba el estudio de Picasso,
era también un fugitivo de su esposa almeriense que le daba unas palizas de muerte
no sé por. Y él Paco, tampoco lo sabía. Ni Luis Cañadas, su casi hermano, gran
muralista y pintor. Ni siquiera lo sabía Capuleto,
muy dotado para la pintura, quizá el que más de los indalianos, que
prefirió hacerse millonario construyendo y explotando hoteles.
Pepe el
de la Matrona era mi protector y una autoridad del jondo, y le habían dado un premio en la Sorbona de
París, por una Antología del Flamenco que le dio fama universal. Amigo y benefactor, pero su cante no me
gustaba: le faltaba el quejío, el rajo gitano, que a mí me fascinaba y sigue
fascinándome; un suponer, Camarón, Rancapino y Terremoto de Jerez del que me he propuesto escribir, pues se lo
prometí, una biografía; y Rafael Romero,
el Gallina, que cantaba en Zambra,
tablao del Ministerio de Cultura de entonces, me parece. Sin embargo, Juanito
Varea no era gitano y bordaba la soleá y, a veces, los cantes sin guitarra.
Volviendo al libro de Muriel
Feiner, se trata de un trabajo colosal al que ha dedicado tres años y que yo he leído con gusto. Hoy sé más de Madrid y más, acaso, también de toros y de flamenco, sobre los que siempre
vierto una mirada crítica y deformada de especialista. Una mirada lejos de la
inocencia entusiasta de Muriel, esa inquieta muchacha neoyorkina que vino a
España para una tesis doctoral, se
enamoró de un torero, Pedro Giraldo,
se casó y se quedó aquí por siempre jamás amen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario