Concha Velasco.
Locuras de amor
Los obituarios del mundo
publicados en todos los periódicos, dicen que Concha Velasco ha muerto. Pero yo
no creo que sea verdad. Las diosas son eternas. Y yo tuve un honor, que nadie
ha tenido ni tendrá jamás; Concha Velasco en Almagro, tras una
prodigiosa Reina Juana, oratorio de Ernesto
Caballero dirigido por Gerardo
Vera (in memoriam), se postró ante mí, rodilla en tierra y me besó la mano públicamente. Luego llamó a sus
nietos que andaban por allí cerca, les ordenó me trajeran una copa de cava y
dijo “sabe tanto de mí que bien pudiera escribir mi biografía, pero también sé
que Javier Villán nunca lo hará”. Sabía, por ejemplo, porque ella me lo había
contado, que el padre de su hijo Manuel Velasco, era Fernando
Arribas, casado, operador de cine, al que amó con locura y al que renunció
por no destrozar una familia. No contaré nada que la gente no sepa y una
biografía así carece de morbo y deA esa muchachita de Valladolid, de gozosas
piernas esculturales, columnas jónicas,
dóricas o corintias a elegir, hija de militar, la conocí una tarde en la
Avenida de Burgos en el piso del
director de cine Saenz de Heredia.
Concha Velasco, espléndida y luminosa, entraba de la calle envuelta en un visonazo imponente. El
conserje me había dicho “Conchita no está,
pero puede usted esperarla en casa de Saenz de Heredia, que vive un piso
más abajo. Yo se lo diré cuando ella llegue, está al caer. Y avisaré ahora a don
Ricardo”. Don Ricardo era un hombre generoso, primo de José Antonio Primo de
Rivera, director de la película Raza,
con guión del propio Franco, y de Franco, ese hombre, un documental que
enardeció a los franquistas, o sea a más de media España, por no decir la
España entera, los que no estaban en la cárcel o el exilio. O fusilados, que no podían manifestar su opinión ni a
favor ni en contra. El documental era un bodrio. Sáenz de Heredia era una autoridad
omnipresente y omnipotente en el cine oficial de aquellos años. El cineasta
oficial del régimen. Un buen artesano muy capacitado que había gozado de la
confianza de Luis Buñuel que,
además, según cuentan algunos, le salvó de ser fusilado por los republicanos, y
le protegió hasta que Saenz de Heredia logró pasarse a zona nacional. Esta es
una etapa obscura de la vida de Saenz de
Heredia y en cierta ocasión quise hacerle una entrevista para que me la
explicara. Era reacio a las entrevistas y, al argumentar yo, para convencerle,
que se publicaría mundialmente en ocho idiomas contraargumentó con lógica
aplastante, “si me van a llamar hijo de puta en ocho idiomas, me basta con que
me lo llamen en uno”.
Ese dia en que la conocí, la Velasco llegaba de la calle, guapísima, con un abrigo
de visón imponente, iluminando la
estancia con el destello de sus ojos. En la carrera cinematográfica de Concha,
el poder de Sáenz de Heredia fue un
hombre clave. Luego, Concha se
enamoró de Juan Diego, y en un triple salto mortal sin red pasó del
falangismo al comunismo; pero siempre mantuvo un recuerdo agradecido a Sáenz de
Heredia. Yo era amigo de Juan Diego, in memoriam, que entonces actuaba de estrella fulgurante
en no sé qué obra del Infanta Isabel y
era el líder de la tropa teatral rebelde e insumisa. Más que amigo de Juan, yo
era una especie de machacante, como los del ejército, o asistente personal, lo cual me permitía ver
la obra entre cajas, circunstancia que da una visión muy especial del teatro.
Entre función y función, les llevaba a él y a Concha Velasco que estaba de
visita, bocatas de jamón y de salchichón al camerino donde siempre había juerga
y desmadres que nunca contaré. Juan me recompensaba con un bocata, o dos, para mí, cena de la noche y comida del día
siguiente, cosa que aliviaba mis penurias de aquellos momentos inciertos y
gozosos. Era el tiempo, agotador para los actores, de dos funciones diarias, una a las ocho y
otra a las once. Pero era también el tiempo del amor al teatro, pues las dos
funciones solían llenarse de un público fervoroso. Y entendido. Un público que
expresaba su aprobación con ovaciones sostenidas, en pie, obligando a los
intérpretes a saludar varias veces, y su desacuerdo, con el temible pateo, también sostenido. A
ese pateo, lo llamábamos meneo y en Madrid los hubo sonados y de inolvidable
recordación que no quiero citar para no reabrir heridas.
Concha ha sufrido en la vida más
de lo que un ser humano puede soportar. Se casó con un tal Paco Marsó, ludópata, drogata y dipsómano, según
vox populi, galán de teatro. Marsó la arruinó varias veces, la chuleó en
el sentido estricto del término, y Concha, en un momento dado de su vida, se
encontró sola. Pese a lo cual, seguía
recordando a Marsó como un gran amor,
quizá la resaca última de su vida amorosa, aunque incomparablemente menor que
el de Fernando Arribas, antes
citado. Yo con frecuencia le decía, “Concha siempre te has enamorado a
destiempo y de la persona equivocada”. Cerró su vida artística haciendo una función que ni ella ni el
público se creía, escrita y dirigida por
su hijo, Manuel Velasco. Qué no hará una madre por un hijo, y más una madre como Concha Velasco.
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