Irritación por un título teatral.
A propósito del uso de la palabra tartaja en la crítica de El discurso del Rey, me reconvienen, en nombre de la Fundación de la Tartamudez, llamándome despreciable. La web de dicha asociación reproduce su carta al director del periódico el Mundo, publicada con todos los honores, pero silencia mi cortés y educada respuesta: brevísima. Por eso y por el reportaje sobre las funciones de esa asociación publicado a los tres dias también en el Mundo, amplio en mi blog la contestación.
Lo de tartaja, señor Sánchez, señor Majuelo no es cosa mía, sino del diccionario de la RAE y algunos diccionarios más, que lo definen como sinónimo de tartamudez. La cuestión, pues, de la Fundación Española de la Tartamudez o del señor Sánchez es con los diccionarios no conmigo. El problema social que pueda originar esa condición oral diferenciada, sí es cosa de una política, un orden social discriminatorio y unos cafres insensibles. Y sí me interesa. En esas reivindicaciones, usted señor Sánchez, señor Majuelo, Fundación y portavoces me tendrán siempre a su lado. La cuestión semántica es otra historia. Eleven la protesta a filólogos y lingüistas. Si necesario fuese firmaría “yo también soy tartaja”; como en tiempo de la Oprobiosa y en defensa de colectivos perseguidos firmábamos, “yo también soy maricón” o “yo también he abortado”. El lenguaje dice lo que queremos que diga.
Lo de tartaja, señor Sánchez, señor Majuelo no es cosa mía, sino del diccionario de la RAE y algunos diccionarios más, que lo definen como sinónimo de tartamudez. La cuestión, pues, de la Fundación Española de la Tartamudez o del señor Sánchez es con los diccionarios no conmigo. El problema social que pueda originar esa condición oral diferenciada, sí es cosa de una política, un orden social discriminatorio y unos cafres insensibles. Y sí me interesa. En esas reivindicaciones, usted señor Sánchez, señor Majuelo, Fundación y portavoces me tendrán siempre a su lado. La cuestión semántica es otra historia. Eleven la protesta a filólogos y lingüistas. Si necesario fuese firmaría “yo también soy tartaja”; como en tiempo de la Oprobiosa y en defensa de colectivos perseguidos firmábamos, “yo también soy maricón” o “yo también he abortado”. El lenguaje dice lo que queremos que diga.
El rey tartaja: nunca un titular “desafortunado”,
dicen, de una crítica, había levantado tal revuelo. Que la carta de un lector
al director El Mundo, donde llevo
publicados 5.500 artículos, publicada en lugar de honor como carta del dia me
tildara de despreciable, importa poco; pertenece a la naturaleza librepensadora de este periódico; me han llamado cosas peores. En mi breve respuesta decía que
no consideraba la tartamudez un defecto, sino “una falta de sincronía entre la
rapidez del pensamiento y la torpeza de la lengua”. No difiere mucho de la
defensa que el señor Sánchez hace: “tardamos un poco más en decir las cosas que
los otros”.
Me alegro de que el
titular El rey tartaja haya puesto
sobre el tapete los problemas de un colectivo al que jamás intenté vejar ni
ridiculizar; algunos de mis amigos fueron y son tartamudos geniales: en
periodismo, en poesía, en oratoria, incluso, superado el fugacísimo trance
inicial. Honor por ejemplo, y para siempre, a Manolito
Vidal y a alguno más, Pablo Jiménez, auténticos genios de la generación del Café de
Gijón. Manolo Vidal presumía de ser maestro de dicción de Nadiuska, la diosa que nos llegó del frío; Pablo Jiménez, que ya era un gran poeta, los recitales públicos, tras el primer verso le salían todo seguidos. Y duraban una hora. Yo tartajeaba ante una chica guapa hasta que me miraba fijamente a los
ojos. Después, ya se sabe: la peligrosidad de los tímidos.
Coincido en muchas
opiniones del señor Sánchez, menos en la de despreciable aplicada a mi persona,
responsable del titular, y en la valoración de “magistral interpretación” de Adrián
Lastra en Berti. Yo espero del
talento de Lastra verlo en otros papeles que afiancen un futuro
sin duda prometedor. Es un trabajo correcto, supervalorado por hacer de tartamudo.
El señor Sánchez y sus
portavoces podían protestar también porque un autor y una directora saquen a
escena y expongan a la carcajada a un ser con dificultades logopédicas. La poética dramática de la directora Magüi Mira puede ser magistral, pero la
interpretación de Adrián Lastra, no. De eso sé un poco más que el señor Sánchez
y sus portavoces.
Han cogido el rábano
por las hojas y convertido una cuestión semántica de vocabulario en un agravio social. Me
alegro de que ese titular “desafortunado” haya desatado la tormenta si ésta
redunda no sólo en la efímera fama del
señor Sánchez, sino en beneficio de los
800.000 tartamudos que hay en España, a los que considero tan normales como los demás
mortales.
En una reunión de ex seminaristas y curas rebotados celebrada
hace unos días en Palencia recordaba con algunos amigos -¡Santo Dios! sesenta años sin
vernos- algún caso, superado enseguida,
de tartamudez en Lebanza. En los desafíos públicos que la impecable formación académica
del seminario propiciaba, había
verdaderos cerebros que, al principio, se atascaban. Yo decía a los
demás: “cuando arranquen, nos arrasan”. Y era verdad; desatascados de su fugacísima
indecisión, eran ametralladoras
dialécticas. La Fundación de Tartamudos, el señor Sánchez y sus amigos tienen abierto mi blog, independiente del Mundo, para lo que gusten
mandar, a ser posible sin tildarme de
despreciable, bajo o ruin. A su disposición, http://diariodejaviervillan.blogspot.com.
Palencia. Muy personal. Melancolía.
Hace unos días los líderes que ya lo eran en el Seminario,
más o menos, convocaron a un encuentro entre ex seminaristas, curas y ex curas
de un de los cursos más brillantes en la historia del Seminario Diocesano de
Palencia. Ochenta alumnos iniciales de los que solo cantaron misa trece.
Melancolía, viejos fantasmas revividos, triunfos, frustraciones, alguna amargura, algunos
demonios domesticados, pero que era necesario expulsar. O sea, la vida misma.
Yo colgué los hábitos en quinto de Latín, un chaval. Lo suficiente para
aprender Latín y Griego, base del idioma de todo escritor o periodista, que me
ha venido muy bien; y literatura, aunque las clases no pasaran nunca de la Generación
del 98 y con reservas. Ese encuentro fue de
amistad y el reconocimiento de que sesenta años no pasan en balde.
Nosotros, los de entonces que decía Neruda,
ya no somos los mismos. Ni sombra. Aunque no llovía, melancolía de lluvia tras
los cristales (A. Machado). La
perspicacia de don Aproniano, un presbítero,
humorista en el fondo, trajo a colación a Jorge
Manrique: “No se engañe nadie, no/ pensando que ha de durar/lo que espera/ más que duró lo que
vio/ pues que todo ha de pasar/ por tal manera”. Luego invocó el Carpe diem horaciano y cantamos Gaudeamus igitur/ iuvenes dum sumus/ post iucumdam
iuventutem/ post molestam senectutem”. Y se acabó.
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