Frente a fantasmas
Imagen imborrable de mis padres
Nos han cerrado la boca con una mascarilla, y nos han quitado el beso y la palabra. En
las calles, procesiones de fantasmas, mascarillas sin alma. Si nos quitan el
beso y la palabra nos han quitado la
vida y su sentido. Al principio fue el verbo, la palabra. Luego, vino el beso
del pecado y la libertad. Y luego, la pandemia. Sin boca, sin labios. Los
fantasmas ya no son seres de blanco y sombra que arrastraban cadenas lúgubres
por las estancias de castillos sombríos y encantados. Una procesión de
fantasmas invade las calles, mis calles que ya no son mías ni de nadie, mis
calles que son una amenaza blanca, sin dueño ni dueña. En tiempos cantábamos
“tu calle ya no es tu calle, que es una calle cualquiera camino de cualquier
parte”. La calle es mia, gritaba un Fraga
Iribarne energuménico en el tardofranquismo; la calle es nuestra,
demostraban a cada hora los policías, los llamados “grises”, cuando disolvían a
golpes las manifestaciones que buscaban la democracia, “enterrada bajo los adoquines”, como escribió, creo, Ignacio
Amestoy. A mí me acompañaba el refuerzo moral de mi padre. El señor
Francisco adusto, austero y generoso,
sin entrar en política, me inculcó un pensamiento: “hijo, que siempre
puedas mirar a la gente a la cara, sin tener que bajar los ojos”. Los
comunistas estábamos callados porque Santiago Carrillo desmovilizó el
PCE, el PARTIDO. Pese a todo, aquellas
aventuras tenían, a veces, destellos humor. En una pared alguien escribió,
“muerte al cerdo de Carrillo”. Y alguien escribió al lado; “cuidado Carrillo;
te quieren matar el cerdo”. A mi madre, en Torre de los Molinos,
(Palencia) fueron a contarle que a
Paquito, o sea yo, le habían sacado en
la tele al lado de comunistas muy famosos
y contestó rotunda: “pues si los rojos son como mi hijo no serán tan
malos”.
!!El Partido!!! No había otro,
!!el partido!!. Psoe dormitaba en somnolencia pasiva o estaba de vacaciones. Por eso, cuando
volvieron con el lema electoral “cien años de honradez”, alguien apostilló “y
“cincuenta de vacaciones”. La calle es
de todos y no es de nadie. La calle es de los que la transitan con una pancarta
de libertad. Como en aquella canción de Labordeta, “habrá un día en que todos
al levantar la vista, veremos un letrero que ponga LIBERTAD”. La calle es de
las procesiones en Semana Santa, implorando perdón al Cristo coronado de
espinas, flagelado y mártir; y de las rogativas en tiempos de sequía,
implorando lluvias; aquellas rogativas de madrugada en las que, antes de irme
al Seminario Conciliar, contestaba
mecánicamente el sonsonete del cura
párroco y con capa pluvial. Cuando aprendí los primeros latines, ya supe qué
quería decir aquel “ora pro nobis”. Yo iba de monaguillo con roquete y le daba
al cura el hisopo cargado de agua bendita que extraía del calderillo de metal.
¡Oh tempora, o mores!
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