domingo, 4 de octubre de 2020

 

Villarramiel y la diplomacia pellejera

Ignoro si la expresión que da título a esta columna es aplicable o no a la que actualmente practica la diplomacia española o la diplomacia interna entre partidos. En cualquier caso, se debe a Eloy Ibáñez Bueno, diplomático, creyente, dialéctico, natural de Villarramiel y palentino residenciado en Madrid.  Villarramiel es un pueblo de la provincia de Palencia de larga y realenga historia. Y se le conoce por su curtido, por ser en tiempos el pueblo de los pellejos. Con Eloy Ibáñez Bueno,   tuve hace siglos una conversación que se publicó en mi libro Palencia, paisajes con figura, patrocinado por la Casa Regional de Palencia en Madrid,   que a la sazón presidía  Lorenzo Durántez, de Riveros de la Cueza, de donde era mi padre, localidad  cercana a Torre de los Molinos donde nací yo. Fue una de las entrevistas más intensas y enfrentadas, en el mejor sentido de la palabra; Eloy partía de un liberalismo cristiano y humanista y yo de un marxismo también humanista; él, un creyente; yo, como buen exseminarista, un descreído. Eloy Ybáñez me ha reconfirmado recientemente sus creencias religiosas, al condolerse del óbito de un gran hombre de teatro, mi amigo Gerardo Vera, diciéndome que la muerte es suceso transitorio y habrá un reencuentro; más o menos. A Eloy se debe la afortunada expresión “diplomacia pellejera”, siendo como es diplomático y del pueblo de los pellejos

 A ese libro sobre Palencia, Antonio Gala, que me cedió el título de una serie suya de tve,  lo calificó de histórico, ejemplar y…atroz:  “modelo para entrevistadores  sin piedad”.  Eran, son, 21 entrevistas con 21 palentinos universales; entre ellos Diaz Caneja, Mariano Haro, Ramón Carande, Diez Hotlheiner, Gabino Alejandro Carriedo,  Nazario Aguado, Paco García Salve, (cura obrero en los suburbios de Barcelona, creo recordar) Tomás Salvador, burócrata de la policía en la comisaría de Via Layetana (Barcelona) y autor de una novela de gran pulso narrativo, Cuerda de presos; Tomás Salvador estaba dolido con Palencia y pensaba que, en Villada, su pueblo, no lo querían. No podía faltar en ese libro  Marcos de Celis, lo cual no fue bien recibido en un sector de la sociedad palentina. Pretendí entrevistar también a José Antonio Girón de Velasco,  el León de Fuengirola, que de vez en cuando lanzaba rugidos apocalípticos. Pero se negó, aduciendo que  “estaba salvando España” (sic) y que “no podía  perder el tiempo con un periodista sospechoso (sic) como yo”.

El libro nunca se presentó en Palencia, pese a las buenas intenciones de la librería Alfar. Me vine desde la Coruña, donde pasaba vacaciones, conduciendo Ana de un tirón,   para presentarlo  en el Instituto y los bedeles no quisieron darme  las llaves. En vista de lo cual, opté por irme a Torre de los Molinos a jugar al mus.

Quien quiera ampliar su conocimiento de la historia de Palencia, su geografía y sus gentes,  encontrará muchos datos en ese libro, que ilustró el pintor Francisco Alcaraz. Creo que se descatalogó, pero en la Casa Regional de Palencia en Madrid, si ésta sigue existiendo, debe de haber ejemplares.  Se lo recomiendo a los ilustres académicos de la  Fundación Tello Téllez de Meneses, que, para explicar mi ausencia de  ese ilustrísimo sanedrín,  cuyo ingreso nunca solicité  y  nunca solicitaré,   han aducido que no tengo una obra específica sobre Palencia. Incierto; toda mi obra está aromatizada de “palentinismo” pues bebe, o procura beber, en Gómez Manrique, señor de Amusco e iniciador del teatro español; en su sobrino Jorge Manrique y, más recientemente, en el vanguardismo poético de Francisco Vighi, italiano que siempre se consideró palentino y casado con Julia Arroyo que vivió en Macintos. Tengo, además, un libro titulado Crónica viva del Camino de Santiago, (Edit Luis Vives) del que se vendieron cerca de ocho mil ejemplares y en el cual hay  incuestionable  presencia de Palencia.  

Bien; solo quería decir que Villarramiel, la patria  de Eloy Ibáñez, es el pueblo de los pellejeros y curtidores y  en él se sacrificaba a los burros matalones, pura ruina, para curtir su piel, su pellejo, deteriorado por las mataduras.  Esta es la idea, ignoro si del todo exacta, que muchos tienen de Villarramiel, adornada por la posibilidad o la leyenda,  de que la carne de burro se convertía en cecina que yo nunca probé. En cuestión de cecinas, siempre preferí la cecina de vaca que preparaba mi madre y, en su defecto, la de mulo que tampoco estaba mal. Lo de diplomacia pellejera de Eloy Ibáñez  está, pues,  muy bien traído.

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