Fauna y flora del Café Gijón. Alfonso el cerillero, un mito
Parado estoy ante el Café Gijon, pues hay atasco hasta Cibeles y el Paseo del
Prado y el taxi no halla por dónde tirar; parado frente al ventanal donde
discutía de todo lo humano y lo divino una potente tribu de dialécticos de
café; el actor Jose Manuel Cervino, tan grande en El crimen de
Cuenca de Pilar Miró; aquel
abrazo brutal con Paco Casares es
para una antología del cine,
mientras Willy Montesinos, el tonto del pueblo reencontrado, gritaba estoy
aquí, he vuelto, estoy aquí. Esta tertulia del primer ventanal era un grupo heterogéneo,
inestable y plural. Junto a una foto de los contertulios con Alfonso, hay una placa ideada por Arturo
Pérez Reverte, antes corresponsal
de guerra y hoy académico de la Española, ¨´aquí vendió tabaco y vio pasar la
vida, Alfonso González¨ ) cito de memoria. Contertulios habituales, Alvaro Luna, el Algarrobo de la serie de televisión, Curro
Jiménez, a veces Manolo Torres republicano y padre de Rosana Torres periodista
temas teatro en tve, Tola antipático
y televisivo, Maaaanolito Vidal la inteligencia más rápida del
café y la lengua más torpe y tartamuda; José Luis Coll, el menos inteligente de TiP y Coll,
Paco López Barrios seductor y
novelista, autor de Dicen que
Manuel Ardales ha pasado el Rubicón, publicada por Ramón Akal: Pepe
Diaz, artista pintor y comunista de Campo de Criptana, orgulloso
paisano y amigo de Sara Montiel. Y Manuel
Vicent punto y aparte; novelista, columnista de El País, antitaurino
fervoroso y traficante en cuadros, muchos de ellos taurinos y de mucho valor. Tito Fernández, realizador de
televisión y director de cine, Manuel Alejandre, un actor secundario al
que nunca le faltó trabajo, condenado por siempre a ser confundido con Vicente
Aleixandre. Y Raúl del Pozo que ya quería parecerse a Umbral. A Pedro
Beltrán lo aceptaban gozosos por su
don de gran conversador. Y a mí, por
discreto y callado siempre dispuesto a aprender. A algunos les gustaba el naipe,
sobre todo a dos tahúres profesionales, Manolo
el Malagueño, también llamado el Guapo, y Luis el Elegante,
cantaor discreto de un solo disco, que merodeaban por allí .
En ese momento, a las cuatro de la tarde más o
menos, entraba en juego Alfonso, el cerillero, prestamista sin intereses
para las timbas de poker que de allí salían casi todas las tardes. A mí me
trataban con cierto afectuoso desdén. Siempre impecune, lo mio era el mus con Claudio
Rodríguez y dos tenderos de la calle Almirante. Alfonso no me
prestaba dinero, me invitaba a bocatas de mortadela, a veces de jamón, y me contaba su vida.
Alfonso era de Barruelo, pueblo minero de la provincia de Palencia y de niño
había sido enlace con la guerrilla de Juanín
y el Bedoya su lugarteniente, que
se echaron al monte al ganar Franco la
guerra, como otros muchos a los que Alfonso les llevaba alimentos
cuando la presión de la Guardia Civil les impedía llegar a los poblados. Eran tachados de bandoleros por la Guardia Civil
que no paró hasta darles caza. Alfonso si los conoció, los recordaba nebulosamente. Bedoya era muy bueno, ebanista primoroso y grande de cuerpo y alma y Juanín más pequeño y astuto.
Otra persona de la fauna del café
de la que no quisiera olvidarme es la señora María, una bondadosa e
inocente mujer encargada del teléfono de
los lavabos y la administración de papel higiénico, a cambio de propinas a
voluntad y a la que señoritos desalmados
y gamberros gastaban bromas tontas. Desde el teléfono del final de la barra, preguntaban a la señora
María por don Francisco de Quevedo o
Miguel de Cervantes. Y allí estaba la buena mujer gritando ¨´don
Francisco de Quevedo, pase al teléfono¨´. Hasta que Alfonso, que en
gloria esté, tomó cartas en el asunto y
cortó la broma negándose a vender fichas para
las llamadas. Todo esto ha pasado como una ráfaga fugaz por mi mente
ensimismada. Mientras, el taxista me alecciona sobre el lugar el más importante de Madrid donde vienen ¨´poetas,
pintores, actores y gente que luego
escribe sobre él¨´.
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