Comenzó la feria de Arnedo, El Zapato de Oro, sueño de toda la novillería. Arnedo es el apéndice de la Feria Matea de Logroño y algunas veces, aficionados de toda España, empalmaban los festejos de la Manzanera con el pueblo a tiro de piedra de Logroño. Aunque solo fuera un par de dias, para ver una novillada y rendirse a las exlencias gastronómicas de ese arrabal de Logroño. Hoy ambos cosos son modernísimas construcciones que, cuando no hay toros, supongo se dedicarán a otros menesteres musicales o deportivos. Es la plaza multiuso. Arnedo empezó a ser muy conocido en el mundo taurino hace cuarenta años con su certamen zapateril. Hoy es, por encima de todo, el pueblo de Diego Urdiales, uno de los toreros que mejor hacen el toreo seco y puro, acaso el único. Unos hacen el toreo puro cuando se tercia -que es pocas veces- y otros hacen el toreo seco, pero los dos a la vez difícilmente. Diego es de una especie en extinción; de esas que labraron su torería con el toro duro, las corridas canallas y la amenaza del paro o la brocha. Para ser un torero así hay que haber jugado al escondite con la vida perra y el abismo de los desesperados. Toreros como Diego Urdiales, con tardes buenas y tardes regulares pero siempre cabales, son indestructibles. Diego es más listo que el hambre y nunca ha tirado la muleta; se le ve en la cara que a veces parece una talla huesuda de Gregorio Fernández y otras, en los momentos de éxtasis y sufrimiento, una pintura del Greco. Esa es la base de toreo: transfiguración y sufrimiento.
Diego Urdiales es el modelo, el espejo en que deben mirarse los muchachos que van a Arnedo en busca de la gloria y en busca del áureo zapato. Verbi gratia, Lomelín, Crespo y González. Las cunetas taurinas están llenas de cadáveres y solo toreros como Diego sobreviven. Por encima de todo, una novillada muy seria, con trapío de toros, de Antonio Briones con el hierro de Carriquiri que, por presencia y seriedad, hubiera puesto a cavilar a muchos matadores del escalafón superior. Lo hubiera hecho de ser los viejos carriquiris, la antigua casta navarra vivaz, pequeña y revoltosa. De aquello no queda nada, pues Antonio Briones, una especie de enciclopedista del toreo, desterró aquella sangre caliente y optó por el encaste Nuñez;, como todo el mundo sabe. No es mala cosa, pero no es lo mismo; de aquella mitología queda el hierro y el nombre, pero no la raza. Los serios novillotes, resultaron flojos de remos y con la raza justa, en el límite del toro de lidía y el apacible animal bovino que pasta en los dulces prados. Con ellos el mexicano Lomelin, Daniel Crespo, del rincón del sur y David González de no recuerdo dónde, evidenciaron lo que son: angelitos barbilampiños, proyectos recien empezados de toreros, verdes y muy tiernos. Tardarán tiempo en parecerse a esa talla de madera añeja que es Diego Urdiales. No deben tener prisas; pero sí deben saber que para no ser Diego Urdiales, esto no merece la pena. Con todo, lo más alarmante no fue la flojera de los carriqiris ni la lógica inocencia de los muchachos. Lo malo fue la poca gente que había en la plaza; eso en Arnedo sí que es preocupante.
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