Sugerente título de Denise Despeyroux: Carne Viva. Nos remite, con esa rara precisión de los títulos que
enganchan, a un texto irrefutable. Parte de la culpa de este enganche la tiene
una interpretación redonda en cualquiera de sus personajes: nueve en total. Y la
acertada dirección en ese discurrir itinerante por los tres espacios de La pensión de las Pulgas. La itinerancia
no rompe la simultaneidad de la función. Se empiece donde se empiece la
visualización, queda claro que estamos ante tres ramas de un conflicto que se
resuelven con exactitud: el despacho del comisario Torres (Bellusci) y sus tristes peripecias personales con la agente
Mónaco (Torres); un salón de danza
con un cadáver desaparecido, el de Bárbara,
la profesora (Huichi Chiu) y por el
que transitan, además, el inspector Bermúdez
(Nigro), y Hugo (Suau) un hijo infeliz empeñado en demostrar que no es gay,
sino índigo; y el doliente oficial Figueroa
(Font García). Para completar el rompecabezas, la sala-consulta de una hipnóloga (Rasero) que comparte con un extraño ser, visible solo para ella, Mario Caballero (Vinuesa), el cual
resolverá problemas tanto de índole argumental como de representación escénica.
Con un humor acerado, esta triple peripecia
descubre la realidad de una
comisaría de policía, en la que se roba, se engaña y se mata. Hay peripecias y
subperipecias, lo mismo que hay arriendos y subarriendos en este lugar donde nadie paga, a semejanza de Aquí no paga nadie, Darío Fo, con cuya estética de la farsa y el vitriolo podrían
establecerse fecundas conexiones.
Lou Reed, el vértigo del amor maldito.
Sexo y violencia; y melancolía de una
canción, un disco, Lou Reed, Berlín, el muro, la quiebra de la historia
personal y colectiva. No es exagerado decir que Natahlie Poza y Pablo Derqui
están por encima del bien y del mal, pues en este texto de Viloro, Cavestany y Miró está la
presencia del mal. Y del bien. Prevalece el mal y el alcohol y la droga. : “el
amor no muere de muerte natural; hay que esforzarse mucho”. Y Caroline
y Jim se esfuerzan en matarlo:
“pégame, me da igual porque ya no te quiero”. Y leña al mono hasta que hable
inglés. O alemán.
Carolina, una
puta prodigiosa, ama a fondo perdido, hasta la extenuación. Bellísimas las
escenas de desnudo y sexo, bellísima también su muerte hundiéndose entre la
abertura de dos camas. Hay momentos afortunados, por ejemplo, la proyección en
transparencia de un plano de fondo, lejos, Caroline al piano y en penumbra. No
se puede ser sublime sin interrupción y la dirección de Andrés
Lima abusa de un cinematografismo vertiginoso lleno de estruendo, parecido
al que padece el texto: un magnífico
guión cinematográfico.
El talento satírico de Enrique Pinti
Con Enrique Pinti, un mito del humor argentino más radical y corrosivo,
se ha iniciado en el Canal el ciclo De
buenos Aires a Madrid: lo mejor de la escena porteña. Hoy continúa con Susana Rinaldi, Rememorando a Cortázar, y proseguirá con Griselda Siciliani y Carlos Casella, Lo prohibido; concierto en llamas. Para finalizar con Elena
Roger en concierto. No sé si es lo mejor de la escena porteña, mas
después de escuchar a Enrique Pinti durante ochenta minutos imparables,
entrecortados por las carcajadas del personal, uno está en situación de modificar
el principio bíblico; en el principio no
fue el verbo: en el principio fue un argentino. O sea Dios
Allí estaba ya, en los orígenes de
todo los orígenes, un argentino. Y seguro que era Enrique Pinti; o en su
defecto el inolvidado amigo, el poeta y titiritero Teuco Castilla o su hermano El
Guaira, un genio del títere; o
cualquiera de los que llegaron
huyendo del videlazo cruento; el grandísimo pintor Ignacio Colombres, o Angel
Leyva, el poeta tucumano que, en contra de los que afirma Pinti,
demuestra que en Argentina quedan indios sobrevivientes del exterminio perpetrado
por el criollismo. Y tampoco me
extrañaría que ese principio de la divinidad fuese Medrano, siempre sin blanca, y que en el Gijón leía las
cotizaciones de bolsa del Finantial
Times. Medrano, a secas, no huía del videlazo sino de deudas, dinerarias o
amorosas, de París.
Pinti es un satírico con la
inevitable carga moralista que arrastra todo satírico. Confiesa que viene de la
procacidad de la comedia de Plauto y Aristófanes y de la
desvergüenza, de don Francisco de
Quevedo, a cuyo soneto Al ojo del culo (“la voz del culo que llamamos pedo”) rinde largo y apasionado
homenaje. Pinti es implacable con la historia de Argentina. Y respecto al
perfil de la argentinidad, parte de la ya clásica definición, atribuida creo a Borges: “argentino es un italiano que
habla en español, piensa en francés y
quisiera ser inglés”. Y una pizca
del pesimismo judío, pese a que diera acogida a los carniceros del III
Reich. Un judío según Pinti: “tengo sed, tengo sed”. Le da un vaso de agua y el
judío: “que sed tenía, que sed tenía”.
Es menos implacable con la historia de España, cortesía quizá de
huésped de los teatros del Canal. Aunque algún refilonazo deslice sobre Rodrigo Rato, el pequeño Nicolás y la corrupción como norma de gobierno, que no le sorprende
porque en Argentina ya están acostumbrados.
Moralizante y didáctico en ocasiones, no
empaña el sentido crítico de su
monólogo: un panfleto contra el todo, que
hubiera dicho Manuel Vázquez Montalbán. En
cualquier caso, sirva este comentario de urgencia como salutación a Enrique
Pinti y como recuerdo a los prófugos de Videla que siempre nos dieron más de lo
que pudimos darles: a los ya citados y a tantos otros quiero añadir al gran
muralista y montonero, el genial Carpani.
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