Al final, Eugenio Noel, iba a tener razón: maldades del flamenquismo. Pero el flamenquismo como el torerismo nada tienen que ver con el flamenco ni los toros. Antorrín, de La Quimera, ha publicado una carta para defenderse de las acusaciones de intrusismo del que le acusan El Corral de la Morería, Torres Bermejas, el Café de Chinitas y alguno más de menor renombre. Lugares legendarios del cante jondo, hoy convertidos en trampas para guiris, arrastran su historia por los suelos y mandan a la Quimera los guindillas del Ayuntamiento para que inspeccionen no cómo cantan y bailan y tocan Antorrín, el Pescao (el último genio del jondo) el Persa, Raquel Valencia, la Volcán y toda la tribu, sino para que comprueben si tienen los permisos en regla.
En qué ha ido a parar la honra y el honor de los flamencos para llegar a estas miserias?. Claro que de flamencos, si lo que expresa el quejío de Antorrín, es cierto, puede que no tengan más que una historia degradada y en nombre. Recordémosles una vieja sentencia: “en mi hambre mando yo”. O la que acostumbra a decir El Pescao: “Para cantar una seguiriya hay que haber jugado al escondite con el hambre”.
Eugenio Noel es un buen escritor menor de la gran constelación del 98. Se le conoce sobre todo por sus soflamas contra los toros y el flamenco: un mesías, un redentor de una España zaragatera y triste según él. En el flamenquismo halló el infortunado Eugenio Noel una razón de vida. No llegó nunca a brillante panfleto ni a la dialéctica de Pan y toros: oración apologética en defensa del Estado floreciente de España: atribuido primero a Jovellanos, aunque demostrado está que es de Leon del Arroyal. A Noel le dolía España, pero tanto o más le dolía su fracaso literario, su pobreza, que a veces, rayaba la miseria. Su vida de escritor de mucho mérito y pocos reconocimientos fue su infierno y su condenación. Y, habiendo querido ser torero dio en atribuirle a los toros el origen de los males de España. No se le ocurrió pensar, como Blanco White, que la raíz de la decadencia de España era, y quizá siga siendo, “religión y mal gobierno”. Eugenio Noel había sido seminarista, pero no llegaba a las profundidades taurino-teológicas del sevillano nacido a la vera de La Maestranza. Noel era de Tardajos, Burgos, con menos sutilezas que el Arenal de Sevilla.
La editorial Almuzara ha publicado un libro capital para entender a Eugenio Noel: Diario íntimo: novela de la vida de un hombre. Una autobiografía desde Tardajos hasta un hospital de beneficencia de Barcelona donde murió que bien pudiera llamarse, parafraseando a Gómez de la Serna, “automoribundia” trágica.
Otro autor del catálogo de Almuzara, necesitado también de amplísima reinterpretación, es Manuel Chaves Nogales, un republicano liberal que murió en el exilio de Londres en 1942. Chaves Nogales es mucho más que el ameno exégeta del Belmonte que fue lo que le dio fama; es el autor de Andalucía Roja, Los enemigos de la República, Qué pasa en Cataluña, Semana Santa sevillana. Sus reportajes, sus libros de viajes, parecen escritos hoy mismo.
Y, puestos a nuevas guías y relecturas, El teatro del exilio, de Ricardo Doménech, edición de Fernando Doménech y de Cátedra. Ricardo dejó un amplio material manuscrito que Fernando ha ordenado hasta llegar a este volumen esencial sobre el teatro de la España Peregrina. Se presentó en la Resad y aquello parecía una reedición de los actos celebrados en México hace un mes, organizados por la Unir: el exilio y los exiliados; el teatro que no pudo ser, pero que acaso lo sea todavía. La dramaturgia de vanguardia de los transterrados, es difícil pero no imposible.
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