Si no fuera por lo que ocurre fuera
del ruedo -la corrida y sus circunstancias- muchas veces un festejo taurino es
la nada de la nada. Y en Pamplona más. O a la viceversa. Si no hay toros dignos de tal
nombre, está el ajoarriero y la bota; los bocatas y el crianza. Los torrestrellas,
pura ruina: mucha facha, pocas fuerzas y poca casta. O sea que, salvo la
arboladura -impresionante la del quinto- bueyes de carreta; con levísimos
rescoldos de temperamento bravo.
Ferreras se estrelló incluso en
banderillas. Luque en el territorio comanche de una vulgaridad que empieza a ser alarmante; más estajanovismo que torería.
Y Miguel Abellán, tan mermado o más que los toros, en el tono èpico de los últimos
tiempos: contra los elementos y la incapacidad física; es la casta temerosa de los cojos y
los maltratados por un destino de
quirófano y cornada. Abellán necesita
quizá esos contratiempos para darse cuenta de que el hombre está por encima de
la adversidad; cortó una oreja, en parte por renco -lo que siempre incita a la
compasión samaritana- y en parte porque
sus muletazos al quinto fueron los mejores de la tarde. Yo no sé si, dada la reiteración del heroísmo a contrapelo,
a Miguel Abellán se le va a olvidar torear en circunstancias normales.
Mi solidaridad de cojo con este
aguerrido torero. Y el deseo de verlo un dia sin quejumbres, cara de mártir y andando a
pequeños saltitos porque las piernas no
lo sostienen. El torrestrella estaba tullido y perniquebrado, lo cual tapó en
parte la invalidez de Abellán; no se puede tentar al destino; con un animal poderoso y fuerte ¿qué le hubiera ocurrido al
madrileño? De cojo a cojo, no lo fie todo al heroísmo, cuídese. Cambiar
lesiones por orejas es una política arriesgada. Y como costumbre, una barbaridad.
Una oreja de Pamplona, premio al sacrificio y a la ligazón de sus muletazos.
Seis toros seis estocadas. O sea, eficacia estoqueadora. Lo cual no quiere decir que se matara bien; ni
por ejecución ni por colocación hubo estocada perfecta. Y la última de Duque
necesitó descabello.
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