Hace años en Valencia utilizaba para
mis artículos la referencia de un maestro
fallero que me corregía las crónicas y sólo existía en mi imaginación.
Al maestro fallero le atribuía el papel
más crítico y yo me reservaba el complaciente y tolerante. Muchos sospecharon el
artificio y alguno, un joyero deseoso de la notoriedad que no le daba su pingüe
negocio, dió en proclamar que el maestro fallero de mis crónicas era él. Nunca
podría imaginar yo que aquel juego literario
se haría realidad un día. El personaje ha venido en busca de su autor y al fin he
podido ponerle nombre y cara: el maestro Vicent Luna Cerveró. Hoy es realidad
lo que entonces era extraña invención. Era una especie de alter ego tirando a rojo
y a republicano; y, al conocerlo, me he quedado sin alter y sin ego. Pero convencido de que
soy un Pirandello en potencia.
Con esta idea me despedí de
congresistas y organizadores en la UIPM, tras la formidable conferencia de Luis Francisco
Esplá, gran Ignacio Sánchez
Mejías de La Argentinita de Santiago
Sánchez, hace dos meses en el María Guerrero, sobre texto de Diana de Paco y mío.
Y digo La Argentinita de Santiago
Sánchez, porque el texto en manos del director de Imprebis, fue otra cosa, pura
magia de una noche insólita. Esplá, una mente lúcida, aún no sé si ha
salido del todo del papel de Sánchez Mejías. En ocasiones esa paradoja del
comediante, en la que Diderot sistematizó un código entre la realidad
escénica y la realidad real, pienso que impregna la palabra y el gesto del
torero alicantino. Esplá ha dominado siempre la puesta en
escena del arte de torear. El toreo no es teatro, al menos en el sentido
despectivo que le da el vulgo: es la
máxima expresividad gestual de un sentimiento, de un acto creador que sí forma parte de la esencia del teatro. Con una diferencia sustancial: lo
que en escena es convención y simulación en el ruedo es pura realidad;
aquí se muere y se sangra de verdad.
Abandoné pues, la razón intelectual
del Congreso Taurino y me sumergí en la razón sensorial del taller-estudio de
Vicent Luna, acompañado por Santiago
Sánchez, Xus Romero y David de Loaysa. Sensación de encontrarme en un templo accesible
a unos pocos, reservado sólo a
algunos privilegiados; un desorden barroco de acumulación de maquetas,
vaciados, ninots que se salvaron de la quema, bajorrelieves de barro, esculturas
que, por encima de todo, son la vida y el alma de la falla calcinada. Toda la historia de la falla, el
espíritu creador de vieja artesanía a la manera antigua, está aquí tanto o más que en el Museo Fallero,
al lado, que trata de organizar y dirige
su hija Pilar. Cada cual se sumerge en los laberintos del taller, en estos
círculos del arte con su propio Virgilio, cada cual es su propio
Dante sin necesidad de guía. Santiago Sánchez ve en todo esto una colosal
invención teatral, una puesta en escena un poco caótica pero germinal; en las
figuras que nos sonríen y nos hacen muecas, Xus Romero ve el ensayo general de un drama,
una teoría de la interpretación; son gestos vivos por encima de su congelación
acartonada; la mueca como traslación de la máscara.
David Loaysa, no se aparta del
maestro como si quisiera absorber todos sus impulsos vitales, ve un inmenso
decorado en contínuo conflicto de mágicas acumulaciones derivadas a espacio escénico. Aunque
en realidad, aquí la única conciencia
rectora, sumergido en los propios
círculos y la propia historia, es Vicent
Luna, que a los 90 años todavía modela,
esculpe, dibuja, pinta, idea, sueña fuegos creadores en la contorsión infernal
de una cremá.
A estas alturas del año y pese a la sabiduría y los premios,
Vicent Luna no tiene todavía ningún
encargo para las próximas fiestas.
Vicent Luna es la figura de más prestigio
de la historia de este arte satírico, crítico, festivo. El
último de una especie. Apartado en una esquina, delante de un torno, el maestro absorto esculpe la magia de un busto de mujer. No se percata de que tiene
espectadores a su lado. Cuando se da cuenta sonríe, señala con un leve gesto su obra
inacabada, indaga en las razones por las que una gente más que él se
interesa por su obra. Y no le importa que
hayamos profanado el santuario. Conoce su historia, sus premios, sus
genialidades condenadas a la destrucción por el fuego purificador; pero no se detiene a pensar en lo que ha
hecho. A partir de ahí, todo adquiere otras dimensiones. En una época en que domina
la urgencia y las nuevas tecnologías, en detrimento de la calidad y la pureza,
el genio artesanal, elevado a categoría suprema, de Vicente Luna, es como una
vuelta al Renacimiento. El taller de Vicent Luna Cerveró se niega a
perder su identidad: orgullo de ser quien es, de haber hecho lo que tenía que
hacer y seguirá haciendo mientras le
quede vida. Los políticos pasan, las
modas también.
En el taller de Vicent Luna parece
que se hubiera detenido el tiempo. Pero este sigue su rimo inexorable; el
tiempo y el arte acaban por cumplir su venganza: la inmortalidad. Cerca, el
Museo Fallero, asfixiado por la falta de
espacio que la dedicación de Pilar Luna va
reorganizando poco a poco, quitándole su aire de almacén de despojos. En cualquier sitio, este Museo sería proclamado
un bien de la humanidad. Con que lo declaren bien cultural de Valencia y de
España Pilar y María José quedarían contentas. Y con tener un poco más
de espacio, un poco más de recursos, un poco más de apoyo. No sería difícil aumentarlo pues
lo que tienen es nada. Ahí os quiero ver políticos y políticas. Vicent Luna ya
no tiene secretos, se los ha pasado a Pilar y a Maria José. Su colosal e
incendiaria pasión creadora tiene ahora, en su quehacer diario, una dimensión
más laboral y artesanal. De pasatiempo para no aburrirse. Cada dia va al taller
como si fuera la fábrica de sus sueños. Tantos años pegado a este estudio, como este dia de la
malbaratada Feria de Julio de Simón Casas.
En toda la obra de Vicent Luna hay
una intensa presencia taurina lo cual tiene una explicación. En su lejana
juventud toreaba en la parte seria del Empastre con buen estilo, más allá del
mero aficionado. Por lo que deduzco de recortes y crónicas de periódicos, su
mito torero debía de ser Manolete y después
Antonio Bienvenida. La otra presencia,
apenas insinuada, es la republicana. Y le
salta la risa al recordar las magníficas fallas de la Plaza del Caudillo del
tardofranquismo con guiños de rojerío. Vicent Luna, que ha convertido materiales modestos como la
madera o el cartón en apariencia de consistencia fuerte de materiales nobles, explica
las burlas a la censura, una bandera
tricolor más o menos camuflada en los restos de las construcciones que le
dieron la fama de que hoy goza. Inocentes transgresiones, travesuras
iconoclastaas.
En el transcurso del dia salen a relucir
amigos comunes: el poeta Vicente Andrés Estellés, José María Aragón, médico jefe de la enfermería
de Valencia y el juez Mariano Tomás Benítez, con el cual he cenado la noche
anterior. Mariano Tomás es uno de los aficionados más respetados de Valencia y acaba
de publicar sus Escritos Taurinos, en
edición de Enrique Amat.
El taller de Vicent Luna vive un presente incierto
alimentado de recuerdos. O de decoraciones de interiores, encargos teatrales, cinematógraficos o urbanos
menos ambiciosos. Cuando ustedes compren un periódico en la Plaza España de
Madrid, en la glorieta de Bilbao frente al café comercial o en la Gran Via,
piensen que ahí en esas humildes fábricas está la mano y el sello de una escuela
y una estirpe: la del mejor maestro fallero de todos los tiempos, Vicent Luna.
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