Roma Calderón, unas piernas que llegan justo hasta donde empieza el corazón, incluso
hasta donde reside el pensamiento: columnas jónicas, dóricas o
corintias, da igual. El rostro, siendo bello, baja un poquito. Imposible estar a la altura de tal arquitectura. Y una
inteligencia rápida y simultánea que sube y baja vertiginosamente por su
luminosa anatomía. Esta mujer, al contrario de los presidentes norteamericanos,
sí puede andar y mascar chicle la vez. O mejor dicho bailar, andar y beber
tequila; lo ví y lo olí: era tequila, no
manzanilla de atrezzo. No bebí, como me ofrecía Roma Calderón, porque, en
homenaje a Malcoln Lowry y su cónsul
de Bajo el Volcán en Cuernavaca,
sólo bebo mezcal con gusano. Mis
amigos mexicanos, puros machos, se
cabrean cuando les digo que el tequila es una mariconada. De mezcal me
aprovisionan dos estupendos directores de teatro: Nacho García y Santiago Sánchez. Nos lo bebemos juntos
en el Café Gijón, que nos dejan por ser clientes ilustres.
Un reparo: los de las primeras filas
acabamos con tortícolis de mirar atrás
cuando Roma Calderón bajaba de la tarima y se desplazaba hasta las
últimas, de atrás, del Nuevo Alcalá para
gozo de los elegidos. Un poco de compasión. Roma Calderón, toda piernas, toda corazón y toda inteligencia. Un
ser sobrenatural si no fuera porque su arquitectura es tangible, pura realidad
depurada, transustanciada, ascendida a los cielos del pecado. Cuando se sentaba
en las rodillas de algún espectador o espectadora, me invadía la melancolía de
la edad.
Hace 40 años, más o menos, Sara Montiel se sentó en mis rodillas y
me cantó al oído Fumando espero. “Oh
tempora, oh mores”. Estuve un tiempo
sin cambiarme de pantalón y sin lavarme la cara, como Sawa cuando Víctor
Hugo le
besó en la frente. El beso de Sara Montiel
permanece indeleble, cerca de la comisura derecha, en mi cara, aunque me
lave, lo sé. El pantalón no tuve más remedio que mandarlo a la lavandería
pasadas unas semanas. Y acaso debiera haberlo mandado mucho antes; por simple
higiene.
La próxima vez que
vaya a ver a Roma Calderón en el Nuevo Alcalá,
a la hora casi bruja de las
23,30, mezkal y beso, por lo menos. Un
aposentamiento, aunque fuera muy delicado, en mis rodillas sería
demasiado para mis piernas ruinosas. Aunque quién sabe, acaso ese cuerpo
divino realizara el milagro como si fuese la virgen de Lourdes. Yo creo que, a
Roma Calderón, de virgen le queda poco o casi nada. No es una canalla como
pretende aparentar, pero tampoco tiene pinta de sacerdotisa o de vestal.
A mi me expulsaron de la Escuela de
Cinematografía hace una eternidad por intentar filmar un corto que se llamaba Las vírgenes inútiles. ¡oh tempora!. Era jefe
de estudios un coronel de
artillería, que no sé qué tiene qué ver esta gloriosa arma con enseñar cine.
Pero en
tiempos del inepto inquisidor Julio
Baena como director todo era posible. Llegan a ver estos dos hombres, el
coronel y el inquisidor, a Roma Calderón y la pasan por las armas o la queman en la hoguera.
Pinter visto por Irina.
En el programa de mano que nunca leo,
salvo para la ficha técnica, escribe Irina
Kourbeskaya: “Durante siglos la humanidad ha estado construyendo un water.
Ya es hora de tirar de la cadena”. Acaso por eso arranca su montaje de Regreso
al hogar con los actores defecando , mientras leen el periódico y se
enzarzan en discusiones. Eso mismo hizo Calixto
Bieito con no sé qué Ópera en el
Liceo de Barcelona y se organizó una gresca propia más de la Rambla canalla que
del Liceo exquisito. Ignoro qué razones adujo Calixto, salvo la soberana
voluntad del director, para hacer lo que le venga en gana. La razón de Irina
Kourbeskaya puede radicar en una frase de la obra, que Lenny
arroja contra Max, su padre como una
cuchillada: “haces una comida para perros”. De ahí, supongo, los retortijones
de tripas y los problemas de esfínter de
los personajes. Y la decisión de Irina.
En Tribueñe no pasó nada, salvo la
extrañeza de que una mujer de Teatro de Arte, experta en la ritualidad de Lorca, Chejov y el esperpento de Valle Inclán, entre en el universo
bronco de Harold Pinter. La
Kourbescaya ya se ha ganado ese “la” jerárquico de excelencia, que aplicamos a
las mujeres muy señaladas: la Espert, la
Guerrero, la Xirgu, la Callas; Como
directora sigue fiel a uno de sus principios básicos: no tocar la letra del
autor. Aquí es leal a la palabra de Pinter, pero tengo mis dudas de que lo sea
a su espíritu, al insistir reiteradamente en el erotismo de Retorno al hogar. Cierto que en el texto
hay una tensión latente, un flúido erótico que se desprende de la bella Rhut, pero muy lejos de la escenas de
sexo explícito con que Irina resalta esa tensión.
En Pinter Rhut no folla con su marido,Teddy,
en el vestíbulo, recién llegados de un viaje, mientras los demás
duermen. Tampoco folla con Lenny, un chuloputas, hermano de Teddy, diez minutos más tarde. Hay
en esta escena, insinuada, toda la
tensión tórrida y la lujuria pinteriana: el juego de insinuaciones con un vaso.
Con eso tenemos bastante.
Aceptada voluntariamente la
prostitución por Rhut, como negocio y
patrimonio común de toda la familia, la bellísima escena del desfile de
desnudos por su cuarto es
espléndida , por el
sentido ritual de que es capaz de impregnarlo
la directora rusa, que cambia
también el perfil de Joey, un aspirante a boxeador, sonado ya antes de
combatir en serio. En resumen, relectura de Pinter y gloriosa belleza.
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