Análisis político de un gran montaje.
Podría titular este artículo,
copiándole a Alfonso Sastre el
título de una de sus obras, Análisis espectral
de un comando al servicio de la revolución proletaria. Podría, incluso, evocar algún pasaje de En la red, del mismo autor, ésta
perteneciente a su etapa formalmente realista y más comprometida con la
revolución en general que con el independentismo vasco. Pero el grito de Maite, con que concluye este excelente montaje de Los justos, de Albert Camus, “a partir de ahora no somos revolucionarios, somos asesinos”, me hace
variar ligeramente el enfoque. Esa frase no es
de Camus, sino de José A. Pérez y
Javier Hernández-Simón, autores de la versión. Dora, al conocer la muerte
del amado dice que ella, además de
fabricar las bombas, las hará explosionar. En la adaptación Rusia es Euskalerría y el enemigo no es el Zar, sino
el Estado español y el objetivo no es
el Gran Duque, sino un alto cargo del Gobierno; el texto es Camus puro, pese a
esa traslación geopolítica.
Interpretación, iluminación, espacio
escénico, recreación del mismo a través del movimiento de los personajes, el entramado de cuerdas, metafórica forma de estar atados a una tierra o a una
idea o, si se quiere, a una idea nacida de la tierra. En este sentido el injerto del poema de Gabriel Aresti, Defenderé la casa de mi padre, en boca
precisamente de Josu, el duro, sí parece oportuno.
Aunque el espíritu de los dos finales
venga a ser el mismo, la textualidad y
sus efectos cambian. Habría que ver si el entusiasmo del público hubiera sido el
mismo sin esa autoinculpación, que no
existe en Camus: “no somos revolucionarios, somos asesinos”. Esta idea está en
el texto original como reflexión teórica,
como odio y conciencia atribulada, tanto en el Stepan de Camus, como en el Josu
de A. Pérez y Hernández-Simón.
Antes de este grito, Maite ha sufrido
una fuerte evolución en contra de los métodos violentos y está a punto de
abandonar la Organización. Se radicaliza ante la muerte en prisión del poeta,
que, en vez de ser colgado por el
verdugo, se ahorca por miedo a que lo consideren un delator, sutil y criminal
argucia filtrada a la prensa por el jefe de prisiones. La radicalización de la
militancia de Maite es una venganza por amor. Para el comando, pese a las
dudas filosóficas del Camus existencialista, durante toda la función, da igual; importa la
eficacia. Sin embargo, en ese momento crucial, en ese final
autoinculpatorio, se produce una
fractura del discurso dramático: Maite, salta de acusar de cobardes a todos los vascos por no seguir
colectivamente a ETA, a radicalizar su
militancia por venganza de amor. Pasa de ser una Yoyes en potencia, a ser la celebérrima Tigresa, pongamos por caso.
De no ser por las contínuas alusiones a la
democracia -desencanto de Eta y desencanto de muchos españoles- este alto cargo
podría ser Carrero Blanco. La traslación geopolítica es legítima y parece raro que no
haya tentado antes a nadie, o que Pérez y Hernández-Simón no se hayan decidido a
ponerla hasta ahora, cuando Eta está casi desactivada. Hace algunos años Borja Ortiz
de Gondra estrenó Mane, Tezel,
Fares. Y más cerca, Ignacio Amestoy estrenó
La cena, obras en que se escenificaba la fractura de la sociedad
vasca en torno a Eta.
Por lo demás, se enfatiza la
sensibilidad de Camus por el
sufrimiento de los niños, que ya está en La
peste. En Camus es una ética, en el comando etarra, para casi todos y más
para el poeta, también. Menos para Josu, el implacable, para el cual es una prueba de
extrema debilidad: un terror que
retrocede ante la muerte de niños, ni es terror ni puede encarnar una idea emancipatoria, viene a decir Josu.
Alguna pega más podría ponérsele al
texto. Por muy enfervorizado que esté el comando con la ekinza,
no parece prudente cantar a voz en grito
en un piso de vecinos, con balcones a la calle, el Eusko Gudariak y
gritar ¡Gora Eta!. Pero el montaje, su visualización, desde el manejo del
espacio hasta la interpretación, es rotundo y cerca de la perfección.
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