En recuerdo de Carmen Laforet.
Tengo la costumbre sin motivos
aparentes, y si los hay escapan a mi comprensión, de releer de vez en cuando a Carmen Laforet. El más evidente es la
prosa de Nada, su primera novela con
22 años. La traté un poco en los últimos años de su vida, a través de mi
amistad con Manuel Cerezales, y con la hija de ambos, Cristina Cerezales. Cristina es una gran escritora, con seis libros
publicados, y excelente pintora que dejó
los pinceles por la escritura con evidente fortuna. Cristina cuida la memoria
de su madre, a la que yo sigo recordando con un fervor equivalente a la
antipatía que me produce Líli Alvarez,
la tenista mundana y fabulosa de la que Carmen
se enamoró. Se enamoraron, pues
sus cartas no son literatura ni juicios
literarios , como eran las que Carmen se cruzaba con Ramón J. Sender. Hasta que
Lilí Alvarez se sintió traicionada
por la última maternidad de
Carmen y se despidió con un brutal
“adios; no me verás más”.
Carmen Laforet fue una conversa, una mujer nueva que buscaba la paz interior que
nunca halló. Lo cual la llevó a borrarse
literalmente de su mudo, el mundo de la literatura. Eso, explicable en grandes
pecadoras, la convirtió en una mujer nueva, pero Carmen Laforet era solo una
burguesita catalana, no una pecadora en el sentido estricto que manejamos en las grandes conversiones, modelo de las
cuales es Ignacio de Loyola. La mujer
nueva, es el título de una mediocre novela a años luz de Nada. O
de La insolación o La isla y los demonios.
Toda conversión es una especie de
renacimiento luminoso; pero tiene su lado obscuro. Todo converso es traidor a
algo o a alguien. Lleva dentro un hereje
y por lo tanto un heterodoxo. Amo a los conversos, los herejes y los malditos,
que suelen ir juntos. Amo a los grandes
pecadores arrepentidos cuando el pecado ha sido placer intenso, no obligación
fatal o el comercio de ser malos.
Suelen ser los artífices de grandes obras que,
en buena medida, cambiaron el curso de la humanidad. Ignacio de Loyola, por ejemplo, fundador de los jesuitas. He aquí
un converso grandioso. Cuando ya no hay conventos ni monjas ni frailes, tengo
una amiga que quiere meterse a monja como lo la hija de don Juan Alba. No sé en quedará la cosa. El trauma del español que
sueña tener amores con una monja a mí se
me quitó hace tiempo. Ver mi libro Sin
pecado concebido (Edit Akal). Empieza así: “el dia en que, sin querer, le
toqué el culo a la monja capillera….”
Le he propuesto a Ramón Akal una segunda parte: Reencuentro del capiller y la capillera. Pero
le parece una frivolidad. Lo único que le interesa son las cosas de Podemos, las cosas canónicas y estalinistas de Podemos; sin heterodoxos ni
malditos. Como Dios manda.
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