domingo, 24 de agosto de 2014

ADIOS A BILBAO. LOS VICTORINOS NI CARNE NI PESCADO


Esto no es Victorino, ni siquiera a medias.  Y tuvo que tocarle a Diego Urdiales, el más necesitado de la terna, los peores.  Victorinos genuinos fueron los de San Isidro. Diego Urdiales ha roto esta plaza de Bilbao más de una vez. Urdiales es un clásico,  nadando en un mar de mediocridades;  un inocente entre la voracidad de los tiburones.  Un victorino el primero, a contra estilo; de la divisa y del torero.  Un manso discrepante de si mismo, fugitivo al que, previsor, el torero riojano dejó crudo. Estaba como dormido, como recién despertado de una siesta con pesadilla.

Un toro incompetente, inoperante. Ya es mala sombra que el más carente de cualquier atributo de toro de lidia le cayera en desgracia Diego Urdiales que, cada vez se parecer más a una talla de Gregorio Fernández, el imaginero castellano, y no me extraña por la recia vida que le dan en los toros. Le tocó el lote negro, el primer por esaborío y el segundo por peligroso. Al menos con este pudo mostrar  los poderes de su tauromaquia y sus fundamentos: una lidia sobre los pies tan auténtica y tan torera, que conmovió la plaza.  Fue poco pero valió mientras duró.  Lo justo y necesario.

Lamento que esos  toros le tocaran a él, pero quisiera que no le tocasen a ningún torero.  Lo que de verdad me gustaría es que todos los victorinos fuesen como el lote que  se llevó  Manuel Jesús el Cid, el primero muy bien picado por Juan Bernal. Tarde, corrida seria para subalternos, Raúl Aranda, por ejemplo, de la cuadrilla de Luis Bolivar. Tampoco fueron toros fáciles; y el colombiano estuvo a la altura de las circunstancia. Por encima de  circunstancias tan desabridas, podría decirse. Cada lance, cada natural  y cada derechazo era un viaje macizo al corazón del toro, al corazón de las tinieblas. De allí pudo volver con una oreja de no atravesársele la espada. Horrible metisaca asesino en la modalidad de metisaca.

 El Cid, Victorino y Bilbao es una ecuación que casi nunca falla. Toreó Manuel Jesús muy bien de capa, de lo mejor que le he visto en muchos años. Una noche  en Valencia, hace muchísimos años, me lo presentó Tornay.  Habia toreado como los ángeles y matado como los diablos matarifes. “Anímale”, me pidió Tornay con su habitual discreción y mesura. Le dije más o menos: “estropear con la espada una faena  así merece que le tengan a usted un mes a pan y agua y entrenando catorce horas diarias con el estoque”. No creo que eso le ayudara, pero recuerdo su cara de pasmo. Ayer se le encogió, otra vez, el brazo al matar a su primero. Pero en el segundo  se se tiró recto y cruzando, dejando atrás su incierto miedo al triunfo. Oreja de ley.  Adiós a Bilbao, plaza de la reserva taurina que debiera ser inexpugnable. Porque si Bilbao cae o, simplemente, decae, es que se avecina el fin de los tiempos.

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