Esto no es Victorino, ni siquiera a medias. Y tuvo que tocarle a Diego Urdiales, el más necesitado de la terna, los peores. Victorinos genuinos fueron los de San Isidro.
Diego Urdiales ha roto esta plaza de Bilbao más de una vez. Urdiales es un
clásico, nadando en un mar de
mediocridades; un inocente entre la
voracidad de los tiburones. Un victorino el primero, a contra estilo;
de la divisa y del torero. Un manso
discrepante de si mismo, fugitivo al que, previsor, el torero riojano dejó
crudo. Estaba como dormido, como recién despertado de una siesta con pesadilla.
Un toro incompetente, inoperante. Ya
es mala sombra que el más carente de cualquier atributo de toro de lidia le
cayera en desgracia Diego Urdiales
que, cada vez se parecer más a una talla de Gregorio Fernández, el imaginero castellano, y no me extraña por la
recia vida que le dan en los toros. Le tocó el lote negro, el primer por
esaborío y el segundo por peligroso. Al menos con este pudo mostrar los poderes de su tauromaquia y sus fundamentos:
una lidia sobre los pies tan auténtica y tan torera, que conmovió la
plaza. Fue poco pero valió mientras
duró. Lo justo y necesario.
Lamento que esos toros le tocaran a él, pero quisiera que no le
tocasen a ningún torero. Lo que de
verdad me gustaría es que todos los victorinos
fuesen como el lote que se llevó Manuel
Jesús el Cid, el primero muy bien picado por Juan Bernal. Tarde, corrida seria para subalternos, Raúl Aranda, por ejemplo, de la
cuadrilla de Luis Bolivar. Tampoco
fueron toros fáciles; y el colombiano estuvo a la altura de las circunstancia.
Por encima de circunstancias tan
desabridas, podría decirse. Cada lance, cada natural y cada derechazo era un viaje macizo al
corazón del toro, al corazón de las tinieblas. De allí pudo volver con una
oreja de no atravesársele la espada. Horrible metisaca asesino en la modalidad
de metisaca.
El Cid, Victorino y Bilbao es una ecuación que
casi nunca falla. Toreó Manuel Jesús muy bien de capa, de lo mejor que le he
visto en muchos años. Una noche en
Valencia, hace muchísimos años, me lo presentó Tornay. Habia toreado como
los ángeles y matado como los diablos matarifes. “Anímale”, me pidió Tornay con su habitual discreción y mesura.
Le dije más o menos: “estropear con la espada una faena así merece que le tengan a usted un mes a pan
y agua y entrenando catorce horas diarias con el estoque”. No creo que eso le
ayudara, pero recuerdo su cara de pasmo. Ayer se le encogió, otra vez, el brazo
al matar a su primero. Pero en el segundo se se tiró recto y cruzando, dejando atrás su
incierto miedo al triunfo. Oreja de ley. Adiós a Bilbao, plaza de la reserva taurina
que debiera ser inexpugnable. Porque si Bilbao cae o, simplemente, decae, es
que se avecina el fin de los tiempos.
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