No se trata de quitarle el sillón de
la Villa ni la vara de mando de Madrid a la alcaldesa Doña Ana Botella y que el
flamante rey, Felipe VI, se
dedique a la política municipal. Para eso no habríamos casado con un príncipe a doña Leticia miembro de la clase menestral.
Tengo ganas de que llegue agosto para ver si la Susi, el querido personaje de Eduardo
Mendicuti en las páginas veraniegas del Mundo, sigue llamándola “mi Leti”.
A Mendicuti nunca me lo pierdo y este agosto menos; a no ser que las ráfagas
atemporaladas de las procelas periodísticas hagan naufragar a la Susi, lo cual a mí me causaría
una pena imponente.
El mejor alcalde, el Rey es una obra de Lope de Vega en la que Su Majestad,
advertido de que un noble, don Tello, ha mancillado el honor de una aldeana, llega
al pueblo de la deshonra, matrimonia a don Tello con la deshonrada y luego lo
ejecuta. Un buen Rey: restaura el honor de una labriega pobre aunque hidalga, y
castiga al bandido que, prevaliéndose de su condición nobiliaria, asaltó su virginidad. En los
predios rurales somos así: pobres pero honrados, vírgenes y con nobleza acrisolada. Algo de esta
hidalguía les vendría bien a los políticos españoles para acreditar una
honradez que no tienen. Y hablo de honradez, no de honestidad que atiende sólo
a las cuestiones de la entrepierna y el fornicio, como muy bien señalaba estos
días atrás un comunicante de tuiter, Justine es su avatar, creo.
Me ha venido esto a las mientes al
ver los fastos un poco domésticos de la proclamación, este glorioso dia del Corpus de alfombras de
flores, toros y misterios eucarísticos por los pueblos y ciudades de España. Lo
cual que nada tiene que ver una cosa con
la otra; pero el subconsciente es un laberinto oscuro y nos sorprende con
extrañas asociaciones de ideas. No necesitará Su Majestad Felipe VI proteger a ninguna doncella, porque son otros
tiempos de los vivió Lope y acaso ni
queden doncellas ni las míticas y bíblicas once mil vírgenes, si es que
existieron. La corrupción, Majestad, esa es la cuestión. O sea la honradez, no
la honestidad que pertenece a la intimidad personal. Y el paro, consecuencia,
en parte, de la corrupción y el expolio. Palo duro, en lo que esté en su real y
magnífica mano que, a lo peor, no es mucho. Como los reyes justicieros y los
hidalgos agraviados de las tragedias de Lope y Calderón de la Barca.
De toda esa parafernalia metafórica y
dramática yo me quedo con unos versos memorables de Pedro Crespo; ante la demanda de respeto del violador afrentado -capitán
don Alvaro- el alcalde le contesta que con
respeto le pondrá los grillos, encarcelará a su tropa y “con muchísimo respeto/ os he de ahorcar
¡vive Dios!”. Yo no llego a tanto como
Pedro Crespo ni vos, Majestad, estais obligado a más. Quienes creen
que República no es siempre sinónimo de
justicia social y de izquierda emancipatoria, esperan algún gesto de que
Monarquía no debe ser, necesariamente, sinónimo de cortesanía afanadora.
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