En la Beneficencia estuve en Las Ventas con Javier Cacho y con Ernesto Caballero; y hoy he estado acompañado por Antonio Piedra, de la Fundación Jorge Guillen, de Valladolid. Una corrida iniciática, la primera que veía en su vida este experto en muchas cosas, menos en toros. Yo le había recomendado fijarse en Manuel Jesús el Cid y su izquierda y luego ocurrió que el Cid toreó mejor por derechazos que por naturales. Que matara de forma infame cuando, probablemente , tenía la vuelta al ruedo asegurada, no es nuevo. Manuel Jesús es un gran torero y un matarife.
Luego vino Daniel Luque y Piedra, que hace unos años me publicó uno de los libros que más me gustan, Memorial de insomnios, se quedó fascinado con el sevillano. Es lo mejor de llevarse a los toros a un neófito virgen de todo conocimiento; la Fiesta le entra por los sentidos, por intensidad emocional inmediata, sin tecnicismos. Se quedó también perplejo por las banderillas de Juan José Padilla, en especial el par en la modalidad del violín.
Pero ja revelación para Antonio Piedra fue Luque en una tarde luminosa, de ramalazos salvajes: heterodoxo dentro de una ortodoxia capotera, refrescante, agil, perfecta: lo clásico y la improvisación; la sorpresa, el adorno por bajo, la trincherilla...Y luego, con la muleta, los cambios de manos y cierta ralentización del muletazo dentro de una matemática desbaratada y sin fórmula precisa. Ha vuelto el imprevisible Daniel Luque, ha recuperado las Ventas con la fuerza de un novillero en agraz y un matador más asentado, sin la demesura de antiguas ambiciones irracionalistas. De golpe, Luque se ha hecho adulto.
Dicho esto y sin ánimo de restarle meéitos a su salida a hombros, convendría repensar la suma orejil venteña para abrir la Puerta de Alcalá. Es poco razonale que una oreja en cada toro, acumulen el mismo premio que dos orejas en uno solo; el ejemplo de La Maestranza y el País Vasco no debiera desdeñarse. No todo lo que viene del Norte y mucho menos del Sur, en cosa de toros, debe ser desdeñado.
En resumen, Antonio Piedra volverá a los toros. Se le notaba en la fascinación por los enigmas, la geometría, las curvas y las rectas del trazo torero: por el colorido de los tendidos, por los severos juicios sin apelación del respetable. Por el espíritu plebiscitario de la masa.
La corrida de Puerto de San Lorenzo, por su blandura y su flojera inicial amenazaba desastre. Se devolvió el primer astado y los dos siguientes también debieron marcharse a los corrales. Pero la casta de los atanasios remontó, especialmente en el tercero. Ahí empezó el milagro de la transfiguración y la segunda parte fue ejemplo de razonable bravura sin excesos, de temperamento y de movilidad. Eso se llama casta.
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