Los límites del valor no tienen fronteras. Ni los del gozo o el dolor. Hay unas lindes indescifrables entre el riesgo de dejarse la vida y conquistar la gloria. Qué siente un torero entre las astas de un toro cuando le llueven navajazos, revolcones y las cornadas?. Siente, dilucida un torero el destino de su vida, en esas circunstancias que le llegan al asalto y de súbito?.
Sebastián Ritter es un torero joven y valiente. Son dos condiciones relativas y aleatorias. Una desfallece, la otra es mutable. La inercia que a un torero lo lleva delante del toro después de una cogida, en el colombiano Ritter es indiferencia o hielo. Me desconcierta el afiladísimo cuerno acariciando el muslo y la taleguilla del diestro más que la cornada. Semeja la caricia de una mujer, lenta suave, cerquísima y es la amenaza de la muerte. El morbo de una cuchillada escondida entre los dedos de una amante. Lo de ayer en las Ventas, del colombiano Ritter con un maldito toro de Gerardo Ortega, tan maldito como la mansada de Couto de Fornilhos, no era el riesgo del abismo, era el abismo de una obscuridad ignota, asesina acaso. En esos terrenos en los que los gozos, las sombras, la negura de la muerte y su fogonazo se confunden, se ignora dónde el amor y dónde la muerte. Quizá en el mismo sitio: en el lugar sagrado que va del durísimo cuerno a la suavidad y el oro del muslo y la taleguilla, lo de ayer de Sebastian Ritter no era un Diálogo con el vestido de torear, como el de Maite Túrrez y Cristina Gaviria, dentro de unas horas en la sala Anoñete. Era un dialogo sereno y dulce con la muerte
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