COSAS DE LA FARÁNDULA. Desavenencias publicadas en el Mundo
El amarillo no es la única superstición que sobre colores
tiene la gente del teatro. La principal
superstición ha sido siempre lo azaroso
de sus vidas. Y vivir extramuros.
Existe la leyenda de que Moliere murió en escena haciendo El enfermo imaginario, vestido de tan
infausto color. Pero no iba de
amarillo, sino de rojo granate, y murió en casa, aunque aquella noche sufriera
vómitos en escena. Respecto a la ausencia de flores frescas en un escenario
quizá no sea un enigma, sino simple economía. Cuando el escenario está a ras de
suelo, a la salida me acerco disimuladamente y las toco.
Con el amarillo traigo a colación
a Adolfo Marsillach que para desafiar al destino hizo un montaje todo en amarillo
y, al parecer, fue un completo desastre. No lo cuenta me parece, o sí, o quedó
solo en intención, en sus memorias, Tan
lejos tan cerca. Tampoco recuerdo si
en éstas habla del lenguaje de las
flores que le era tan ajeno como a Paco
Umbral, al menos en la época en que yo los conocí. Coincidí una tarde en la rotonda del Palace
con ambos y yo iba armado de una rosa que pensaba entregar en mano a una
aspirante a actriz, lo cual les llenó de perplejidad. Cuando vieron aparecer a
la destinataria se les cambió la ironía por el asombro. Más se asombrarian
ahora, pues aquella neófita ha llegado muy alto.
Del lenguaje de las flores, el de las rosas
rojas es el más evidente; pasión. Y las
orquídeas. A mí la que más me gusta es
la guzmania, un esplendor verde cercando un centro rojo de intensa
significación erótica. Luminaria lustral de selva y de penumbra, que le gustaba mucho a Ana. Purificación de sangre y de rocío. Mi relación con las orquídeas se rompió un día
en que le envié una de ellas a una famosa artista, con la que me unía idéntica pasión por las mujeres, y su
pareja lo interpretó mal. Las orquídeas no tienen claves de amor, sino de
melancolía y la última vez que las regalé fue por venganza calculada. A
Marsillach y a Umbral nunca les oí hablar de flores ni me los imagino regalando
plantas, y menos llevándolas en mano
como me gustaba a mí, un paleto de pueblo.