Cruel pureza del absurdo
Los días felices
Autor, Samuel Becket. Versión y
dirección, Pablo Messiez. Escenografía y vestuario, Elisa Sanz. Iluminación y
vídeo, Carlos Marqueríe. Espacio sonoro, Óscar Villegas. Reparto; Francesco Carril y Fernanda Orazi.
Escenario, Valle Inclán.
El teatro del absurdo es el
realismo estilizado en tiempos de aflicción; además de ser la única explicación
posible de la existencia humana inexplicable.
Winnie, protagonista de Los días felices, es un personaje
fascinante. Y el talento de Fernanda Orazi lo hace más fascinante y turbador:
una mujer, enterrada hasta la cintura, dialoga con su esposo, voz invisible
hasta que al final se materializa en un cuerpo. Winnie es un personaje que
marca a un autor y acaso el panorama teatral de una época. Formidable Fernanda Orazi, en un registro
dramático suavizado por el humor y la ironía. Un catálogo de gestos y ademanes,
los innumerables gestos que una mujer normal despliega a lo largo del día;
maquillaje, vida cotidiana, autoafirmación o desconexión con la realidad que, a
la postre, es la esencia del absurdo, sea la filosofía de Camus o la
teatralidad de Arrabal, Becket o Ionesco. Formidable Pablo Messiez en la
dirección de un texto estático, difícil de dirigir precisamente por su
estatismo, por la raíz literaria del mismo. Es un acierto la acumulación de cascotes en vez de tierra,
que da a la escenografía cierto carácter de expresionismo sucio. Apoyado en
Carlos Marqueríe, mago de la iluminación creadora y ensimismada, Messiez narra
en esta función el paso de las horas del día; desde el amanecer hasta el
atardecer incandescente y rojo. Para simular la noche la escena se va a negro y
se sugiere con un apagón total, recurso que se me antoja pobre y fácil.
Cada gesto de Fernanda Orazi es
un enunciado dramático, cada silencio y cada palabra una invitación a descubrir
el sentido o sinsentido de esa mujer medio enterrada. Los días felices es
la pieza definidora de Samuel Becket y la pieza clave del teatro del absurdo en
todas sus vertientes. Menos conocida que Esperando a Godot, pero de una
onda expansiva demoledora; una angustia insidiosa y un desasosiego paralizante;
en Becket está el teatro de la crueldad de Antonín Artaud con más énfasis que
en el absurdo de Ionesco; y está el
absurdo existencialista de Albert Camus, por ejemplo; el teatro como purificación y catarsis descarnada.
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