La Corredera y Antonio Chenel
Hubo tiempos en que una oreja en
Colmenar Viejo importaba a los toreros más que en Madrid. Por el rigor de la
afición y el trapío de los toros. Hay algunos ciudadanos, como el sociólogo
Miguel Ángel de Andrés, que consideran
inoportuna la intención de convertir la plaza en un centro multiuso con
la posibilidad de corridas. La plaza de toros de este pueblo ganadero es una
importante seña de identidad. Desaparecida
Carabanchel hace tiempo, era la segunda
de la provincia, hoy Comunidad. Ahora es una edificación moderna, con capacidad para unos 14.000 espectadores
que nunca se llena, pero supera en mucho las seis mil localidades de la
antigua. Las razones sentimentales, para
preservarla, también cuentan. Los más
exigentes espectadores de Madrid vienen aquí y algunos aprendimos a ver toros en
la Corredera que tiene también su historia trágica: la muerte de Yiyo, al que vi morir a pocos metros, desde una
contrabarrera del tendido seis. Estuve un año retirado de los toros y con
pesadillas. Esa tarde el destinatario de
las iras era Chenel, al que un octogenario sentado a mi lado amenazaba blandiendo
su cachaba, “baldao, retírate que
eres un anciano”. Yiyo entró muerto en la enfermería. Antoñete se
dio cuenta y llorando de rabia, por poco rompe de un puñetazo desesperado las tablas
de la barrera. Más tarde, en un piso
modesto de Canillejas, Javier Reverte y yo velamos el cadáver de Cubero, amortajado
con un vestido obispo y oro me parece recordar.
Esa tarde me acompañaba Yolanda
Merino, artesana de excepción, manos primorosas de artista, hermana de Ana mi
mujer; primera salida después del parto de Diana, mi ahijada. El pintor Pepe Diaz no vio la cogida porque se
había marchado nada más ver la
actuación de Antoñete; pero vendió la
historia a la revista Interview como si
hubiera visto la muerte. Pepe Diaz fue antes de artista pintor, pintor
de brocha gorda y pintó con Chenel los mojones de la carretera Madrid/Colmenar.
Antoñete me contaba cosas
divertidas y temibles de La Corredera llamémosla de planta baja. Cuando un
torero estaba bien las ovaciones se oían en la Pedriza. Y cuando los toreros pegaban el petardo los apedreaban desde el exterior con
tal precisión que los cantos caían a plomo sobre el burladero de toreros. Las
razones de esta exactitud eran sencillas. Los canteadores de fuera, tenían en el interior un grupo de
apoyo logístico que les orientaba; “dos metros a la derecha, un metro a la
izquierda”. Los presidentes de corrida,
por una oreja de más o de menos, a veces
salían escoltados por la Guardia Civil. Por lo cual los toreros consideraban un
triunfo Colmenar como un hito en su carrera pleno de autoridad. Nunca fue
Colmenar “una plaza de pueblo”
El suceso más célebre de hace unos años, fue cuando,
cabreado por la actuación de no sé qué torero, un espectador tiró al ruedo un
zapato. Los guardias se apostaron a la salida con ánimo de detener al infractor
descalzo y, al apercibirse, cada espectador se quitó los zapatos y los arrojó
al ruedo.
De la afición colmenareña dialogo a veces con
Agapito García Serranito, al que un toro
dejó inútil para el toreo, cuando iba para figura grande. Colmenar ha sido
y es tierra de toros y de toreros, Pepe Castaño, la saga de los Aragón Cancela. Y Serranito por encima
de todos. Agapito, es un ejemplo moral, una afirmación ética. Se ha recuperado
en parte de su tremendo percance y tiene un sentimiento del dolor que dignifica
al hombre. Se ha convertido en un experto grabador. Desayunamos juntos de vez
en cuando en el Rincón de Serranito, el bar Marsans, donde sirven churros sabrosísimos. Hace cuatro años
escribimos, al alimón, unos versos en que yo puse la gramática y él puso
el dolor. Fue una experiencia memorable.
Hace unos días, ha publicado su autobiografía; de fácil lectura, amena y
sin estridencias.
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