sábado, 12 de julio de 2025

 

Morante y el Cordobés

En el espacio de apenas un mes,  Morante , el arte torero de Morante, ha hecha saltar en añicos las Ventas del Espíritu Santo y La Misericordia, de Pamplona, a cuyo asilo de ancianos ha hecho una generosa donación. Puede parecer a algunos sacrilegio de lesa tauromaquia, pues me propongo demostrar las identidades que hermanan  al estilista de la Puebla, Morante, nuevo y supremo sacerdote del rito, y a  Manuel Benitez, el Cordobés,  ídolo del tardofranquismo. No se trata de una identidad estética, sino de una proximidad sociológica.  La primera es que ambos, cada uno en su época,  han vuelto a llenar las plazas en malos tiempos. Estoy bastante alejado de todo esto, pero en la isidrada de LAS Ventas explosionaron las ráfagas  solemnes de Morante de la Puebla, con la misma pasión y el mismo escándalo arrogante con que ha explosionado ahora su triunfo inapelable, su apoteosis de Pamplona, una plaza a contraestilo del sevillano.  El mocerío insurgente y jaranero se ha rendido  ante Morante,  en el cuarto toro de cuya lidia se desentienden tendidos de sombra y tendidos de sol entregados a la merienda. Y saltó la solemne chispa incendiaria del sevillano.  El suceso, los sucesos no me ha impresionado demasiado. En Madrid bastaron tres véronicas de mano baja  y despaciosas  para  hacer explotar a las Ventas, que sigue siendo el rompeolas de todas las Españas taurómacas. Tres verónicas y la arrogante decisión de salir con la espada de verdad, y no la de palo, cabreado porque el presidente le había negado la oreja del toro anterior, cuadrar al animal y tumbarlo de un espadazo.  Quede constancia que la primera oreja es potestad del público y que, acaso,  la petición no fuera unánime.

En Pamplona la cosa ha sido más grosera; un mozo afinó su puntería y tiró a dar con unos cubitos de hielo de munición. Morante respondió haciéndole la peineta, que es una respuesta gestual a la zafiedad,  equivalente a mandarle a tomar por donde amargan los pepinos. A mí, Morante, no me  impresiona en la medida que está  impresionado a los demás, hasta el extremo de ser considerado por algunos el mejor torero de todos tiempos. Ciñéndome a los que he visto en persona,  me referiré a Rafael Ortega, el as de espadas; a Antonio Ordóñez, Luis Miguel Domingín, Antonio Chenel y Curro Vázquez, por ejemplo. A Curro le recordaba yo hace algunos días su aversión a Pamplona donde se negó siempre a   vestirse  de luces.  También he visto a Enrique Ponce, en su plaza fetiche, Bilbao; y el natural divino de José Ignacio Sánchez, una tarde novilleril del salmantino en las Ventas; y a Ortega Cano y Cesar Rincón en los momentos cumbres de su enconada rivalidad. Y vi banderillear a Pepe Dominguín, quede constancia de ello.  

 Sobre  Morante me había advertido  Carlos Crivell,  médico de profesión,  cronista  de toros sevillano con proyección y autoridad nacional, “ojo con él, es de otra galaxia”.  A Morante lo  conocí en La Maestranza una tarde en que siendo un muchacho que aún no había debutado con picadores, el azar lo sentó cerca de mí próximos al Palco del Arte, sanedrín  de incuestionable sabiduría.  Toreaba  Curro Romero, cuyos movimientos seguía el chaval sin perder detalle. En un momento determinado se hizo un silencio cósmico, universal, un silencio de otros mundos; se paró el tiempo, se pararon los relojes y desde el tendido surgió la voz de Rancapino, esencia del más añejo cante flamenco, cantándole a Romero. Y ví llorar al muchacho que tenía a mi lado, y comprendí que éste no sería feliz del todo mientras alguien no le cantase como le habían cantado a Curro Romero.

Manuel Benitez el Cordobés-

Rodeado del fervor desus conocido. Tuvo que huir de la Guardia Civil de su pueblo, que lo tenía vigilado por ratero, y se fue a Madrid a probar fortuna. Allí se encontró con un genio de la publicidad que de toros lo sabía todo; y de artimañas propagandísticas también: el Pipo. Lo hizo torero y, siendo hijo o nieto de republicanos, me parece, se convirtió en una referencia del franquismo desarrollista. Ya en la cumbre y harto de que los plumíferos tergiversasen o se inventasen sus palabras, hubo un tiempo en que se negó a dar entrevistas. Nada perdía, pues la publicidad la tenía asegurada; que se inventase los periodistas lo que quisieran, pero que no le hicieran perder el tiempo. PedroJota Ramírez, director  de El Mundo, me encargó la misión imposible de hacerle una entrevista. No había forma. Medió un amigo común, Francisco Puchol, galerista y anticuario de Valencia, compañero de juergas de Benítez,  en tiempos, y a los pocos días, éste me esperaba en la estación de Córdoba, en un descapotable imponente, rodeado de  admiradores que lo llamaban Manolo.

A modo de saludo, Manolo me dijo:

    -Vamos a Villalobillos, a zamparnos unos huevos fritos con chorizo y jamón.

Eran más o menos , las doce del mediodía y aquello me pareció razonable . Manolo no tenía ningún interés en hablar de toros, ni del salto de la rana, acrobacia que le había dado popularidad y millones. Comprendí enseguida que Benitez era toro de difícil faena, que había que darle espacio y tiempo, sobarlo como se dice en la jerga taurina.

    -Estoy seguro de que tú, como crítico, me habrías crujío. Pero dejemos las cosas claras. Esto estaba muerto y las plazas vacías. Y yo volví a llenar las plazas. Luego, hablamos de toros y, de paso,  de mi muñeca derecha y de esas cosas con que los periodistas….engañais a la gente.

Reflexiono hoy…en torno al fenómeno Morante.

“Esto estaba muerto y yo volví a llenar las plazas”. Simplemente eso.

 

 

 

 

 

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