Morante y el Cordobés
En el espacio de apenas un mes, Morante , el arte torero de Morante, ha hecha
saltar en añicos las Ventas del Espíritu Santo y La Misericordia, de Pamplona,
a cuyo asilo de ancianos ha hecho una generosa donación. Puede parecer a
algunos sacrilegio de lesa tauromaquia, pues me propongo demostrar las identidades
que hermanan al estilista de la
Puebla, Morante, nuevo y supremo sacerdote del rito, y a Manuel Benitez, el Cordobés, ídolo del tardofranquismo. No se trata de una
identidad estética, sino de una proximidad sociológica. La primera es que ambos, cada uno en su época,
han vuelto a llenar las plazas en malos
tiempos. Estoy bastante alejado de todo esto, pero en la isidrada de LAS Ventas
explosionaron las ráfagas solemnes de Morante
de la Puebla, con la misma pasión y el mismo escándalo arrogante con que ha
explosionado ahora su triunfo inapelable, su apoteosis de Pamplona, una plaza a
contraestilo del sevillano. El mocerío
insurgente y jaranero se ha rendido ante
Morante, en el cuarto toro de cuya lidia
se desentienden tendidos de sombra y tendidos de sol entregados a la merienda. Y
saltó la solemne chispa incendiaria del sevillano. El suceso, los sucesos no me ha impresionado demasiado.
En Madrid bastaron tres véronicas de mano baja y despaciosas
para hacer explotar a las Ventas,
que sigue siendo el rompeolas de todas las Españas taurómacas. Tres verónicas y
la arrogante decisión de salir con la espada de verdad, y no la de palo,
cabreado porque el presidente le había negado la oreja del toro anterior, cuadrar
al animal y tumbarlo de un espadazo. Quede constancia que la primera oreja es
potestad del público y que, acaso, la
petición no fuera unánime.
En Pamplona la cosa ha sido más
grosera; un mozo afinó su puntería y tiró a dar con unos cubitos de hielo de
munición. Morante respondió haciéndole la peineta, que es una respuesta gestual
a la zafiedad, equivalente a mandarle a
tomar por donde amargan los pepinos. A mí, Morante, no me impresiona en la medida que está impresionado a los demás, hasta el extremo de
ser considerado por algunos el mejor torero de todos tiempos. Ciñéndome a los que
he visto en persona, me referiré a Rafael
Ortega, el as de espadas; a Antonio Ordóñez, Luis Miguel Domingín,
Antonio Chenel y Curro Vázquez, por ejemplo. A Curro le recordaba yo hace
algunos días su aversión a Pamplona donde se negó siempre a vestirse
de luces. También he visto a Enrique Ponce, en su
plaza fetiche, Bilbao; y el natural divino de José Ignacio Sánchez,
una tarde novilleril del salmantino en las Ventas; y a Ortega Cano y Cesar
Rincón en los momentos cumbres de su enconada rivalidad. Y vi banderillear
a Pepe Dominguín, quede constancia de ello.
Sobre Morante me había advertido Carlos Crivell, médico de profesión, cronista de toros sevillano con proyección y autoridad nacional,
“ojo con él, es de otra galaxia”. A
Morante lo conocí en La Maestranza
una tarde en que siendo un muchacho que aún no había debutado con picadores, el
azar lo sentó cerca de mí próximos al Palco del Arte, sanedrín de incuestionable sabiduría. Toreaba Curro Romero, cuyos movimientos seguía
el chaval sin perder detalle. En un momento determinado se hizo un silencio
cósmico, universal, un silencio de otros mundos; se paró el tiempo, se pararon
los relojes y desde el tendido surgió la voz de Rancapino, esencia del
más añejo cante flamenco, cantándole a Romero. Y ví llorar al muchacho que
tenía a mi lado, y comprendí que éste no sería feliz del todo mientras alguien
no le cantase como le habían cantado a Curro Romero.
Manuel Benitez el Cordobés-
Rodeado del fervor desus conocido.
Tuvo que huir de la Guardia Civil de su pueblo, que lo tenía vigilado por
ratero, y se fue a Madrid a probar fortuna. Allí se encontró con un genio de la
publicidad que de toros lo sabía todo; y de artimañas propagandísticas también:
el Pipo. Lo hizo torero y, siendo hijo o nieto de republicanos, me
parece, se convirtió en una referencia del franquismo desarrollista. Ya en la
cumbre y harto de que los plumíferos tergiversasen o se inventasen sus palabras,
hubo un tiempo en que se negó a dar entrevistas. Nada perdía, pues la
publicidad la tenía asegurada; que se inventase los periodistas lo que
quisieran, pero que no le hicieran perder el tiempo. PedroJota Ramírez, director
de El Mundo, me encargó la misión
imposible de hacerle una entrevista. No había forma. Medió un amigo común, Francisco
Puchol, galerista y anticuario de Valencia, compañero de juergas de Benítez,
en tiempos, y a los pocos días, éste
me esperaba en la estación de Córdoba, en un descapotable imponente, rodeado
de admiradores que lo llamaban Manolo.
A modo de saludo, Manolo me dijo:
-Vamos a Villalobillos, a zamparnos unos
huevos fritos con chorizo y jamón.
Eran más o menos , las doce del
mediodía y aquello me pareció razonable . Manolo no tenía ningún interés en
hablar de toros, ni del salto de la rana, acrobacia que le había dado
popularidad y millones. Comprendí enseguida que Benitez era toro de difícil
faena, que había que darle espacio y tiempo, sobarlo como se dice en la jerga
taurina.
-Estoy seguro de que tú, como crítico, me
habrías crujío. Pero dejemos las cosas claras. Esto estaba muerto y las plazas
vacías. Y yo volví a llenar las plazas. Luego, hablamos de toros y, de paso, de mi muñeca derecha y de esas cosas con que
los periodistas….engañais a la gente.
Reflexiono hoy…en torno al
fenómeno Morante.
“Esto estaba muerto y yo volví a
llenar las plazas”. Simplemente eso.
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