viernes, 2 de enero de 2015

RUEDO IBÉRICO. DE CURA A DUQUE DE ALBA. LOS MANDARINES DE MORÁN


 Vuelvo a mi lectura habitual de vacaciones, la novela negra, ya saben Hammet, Chandler, Chester Himes et alii tras concluir  El cura y los mandarines, que es en cierta medida, literatura negra, negrísima de la política y la cultura: entre el abatimiento y la resurrección. Echo de menos referencias más intensas y explícitas a Escuela de mandarines, de Miguel Espinosa.  Me impongo una relectura del escritor murciano fallecido a destiempo.

Este libro, a su autor  no le dará gloria, sino vilipendio.  A título personal,  no puedo evitar el regocijo por el escalpelo sin piedad que aplica a Juan Benet. Nota al margen y personal: el autor de Otoño. Madrid 1950, quizá su mejor obra, creo que nunca superó la sombra magnífica de su hermano Paco, muerto en los desiertos de Iran,  que siempre se le adelantó en todo,  como el propio Juan reconocía en ocasiones; Juan era una botella de güisqui parlante; no sabía mear lo que bebía. Y alguien que no sabe mear lo que bebe, no puede ser buen escritor.

 Y una  rotunda  gratitud; Gregorio Morán encabeza cada capítulo con versos de Los muertos, de José Luis hidalgo y de El libro de las alucinaciones, de José Hierro, de varios libros de Javier Egea, tres  poetas cumbres de la segunda mitad del  siglo XX. Y de Felix Francisco Casanova y de Pablo del Aguila, casi desconocidos para mí hasta ahora, buscaré sus versos; cinco malditos, dentro de la reducida nómina de malditos de la poesía española. Partiendo de estos modelos, es comprensible que Morán deteste los novísimos del fraudulento José Maria Castellet.  Sin excepción.

 

La turbulenta vida de José Hierro.

 Nunca la tumultuosa  biografía de Hierro, que Moran abre en canal  en este libro, podrá borrar la trémula confesión de Las alucinaciones; sigo fiel a Hierro porque, entre otras cosas, el vitriolo de Morán me descubre poco que no supiera ya  de primera mano. Respecto a Egea, lo tengo como el más notable de lo que pudiéramos llamar escuela granadina del tardofranquismo, palabra atribuible  a Umbral, al que Morán detesta.  Egea, visionario en 1976: “en este mar que nace no quiero que navegues/ naufragarás sin nombre/lejana nave mia/distante barco azul”/ Aprovecho este comentario para una restitución a Javier Egea. En mi libro Historias golfas e intelectuales del Café Gijón, los duendes del ordenata, atribuyeron a Javier, “suicida y comunista”, el nombre de Julio Alfredo, su tio, alcalde falangista y franquista -me señala  Ángel García López- además de poeta. Gracioso ¿no?. La evidencia quizá no necesitara aclaración; pero mejor así para los cazadores de erratas.

 La escuela granadina de la Nueva sentimentalidad,  como movimiento, hace tiempo que entró en desguace: Javier Egea, suicidado; García Montero, devenido en sociata   sin llegar a intectual orgánico del Psoe, buen poeta sin embargo; Álvaro Salvador, muy activo antes,  silencioso hoy.  Cuando Moran habla del entreguismo al “socialismo gubernamental” de la poesía antes militante, se olvida de Carlos Alvarez, que nunca fue mandarín eso está claro. Ni entreguista. Aquí sólo se habla de mandarines.

Piedra de escándalo.

 ¿Cómo un libro se convierte en  piedra de escándalo antes de publicarse, tal como ha ocurrido con El cura y los mandarines? Materia no le falta, pero el propio autor precisa más: “en ocasiones los libros  son como las armas de fuego: los carga el diablo”. Planeta ha sido el diablo que ha cargado este texto, tras elogiarlo hasta la desmesura y luego parar su  publicación, y Akal el artillero que ha disparado. La munición la suministra, naturalmente, el autor. Los mandarines, los que iban para críticos y subversivos, los que partieron el bacalao de la discrepancia  y acabaron en mayordomos del poder, creadores de opinión  y mayordomos institucionales.   Ahí está el detalle.

 El libro empieza en Santander eres  novia del mar, bolero de Jorge Sepúlveda, un republicano que hubo de emboscarse en bolerista para no ser depurado, como afirma  Gregorio Morán. Tantas veces  arrimando material, sin sospechar que  Sepúlveda era Luis Sancho Monleón, un puto rojo. Tenía razón Gerardo Diego -“huevo de águila, a Franco nombro”- cuando en el Gijón afirmaba que, en la posguerra, Santander era más importante que París. 

Santander, origen  del mandarinato.

Gregorio Morán recoge otra definición, ajena a Diego, la de Atenas del Norte, que es un rango  superior. Yo tengo una imagen de Santander sacada de las  novelas de Jesús Pardo, feroces y descarnadas,  sobre  la élite social santanderina, que era la de su familia. Ahora es preciso morir o Autorretrato sin retoques  son  un ajuste de cuentas con su familia y consigo mismo.

 Santander viene a  cuento porque Jesús Aguirre, el cura, es el hilo conductor, aunque intermitente de este libro: santanderino nacido en Madrid, hijo de soltera, cura, maricón y Duque de Alba como es sabido y Gregorio Morán data y documenta en El cura y los mandarines. La talla intelectual y política del Duque de Alba consorte, entre lo patético y lo ridículo, no da para tanto hasta que en el último tramo, despreciado por todos, explota con inusitada fuerza expansiva. Pero el Duque es espejo de arribistas y trepadores, modelo de la impostura intelectual  del tardofranquismo, la Transición y la democracia pútrida.

De cura  a Grande de España.

Pese a todo,  nadie le quitará el mérito de haber sido antifranquista, desde el confesonario y el púlpito de un Colegio Mayor y las capellanías  de la Ciudad Universitaria. Este Duque de Alba que se promete a la mayor Grandeza de España, siendo bujarrón y todavía sin secularizar, este jerifalte está necesitando un Valle Inclán; con todos los respetos, creo que le viene grande a Morán.  Jesús Aguirre es un  presbítero, dandy y  heterodoxo, que  acaba en dama ajada  y resentida, como una actriz  a la que nunca dieron el primer papel.  

 El máximo grado de desprecio se lo otorga Gregorio Morán a Pedro Laín Entralgo,  pendón de un falangismo franquista, que siendo mandamás, como siempre,  en la democracia e ideólogo del El Pais, pretendió redimirse con Descargo de conciencia; libro que no es una apuesta de riesgo, como su amigo Dionisio Ridruejo, sino una indecente manera de resituarse.  Para Ridruejo tiene Gregorio Morán un respeto imponente, lo mismo que para Manolo Sacristán,  -máximo exégeta de Gramsci y de Marx-  miembro del Pce-Psuc desde 1956. Respeto también para Sánchez Ferlosio, convicto y confeso de un acto innoble, según propia confesión; apoyar a Javier Pradera y Felipe González, en el sí a la OTAN. Juegos malabares entre el sí y el no de los gurús más representativos: sólo 5 rotundas negaciones: los dramaturgos Buero Vallejo y Antonio Gala, el filósofo Savater y los periodistas Manuel Vicent, Vázquez Montalbán y Raúl de Pozo .

 Escarnios para Castilla del Pino y Haro Tecgen, con casi toda su prole suicidada: malvados héroes de tragedia griega, sobre todo el psiquiatra Castilla del Pino exfalangista alucinatorio.  Ridruejo  y Sacristán, desde posiciones antagónicas, son dos cabezas pensantes siempre a la contra, con las que ni amigos ni enemigos sabían qué hacer. En ambos hay raíces joseantonianas, que Sacristán explica por el entronque de José Antonio con Ortega y Gasset y Dionisio por haber sido del equipo titular. Morán no la cita, pero yo recomiendo Dionisio, una pasión española, de Ignacio Amestoy.   Ambos serán  repudiados y perseguidos por  propios y ajenos.

 El cura y los mandarines carece de  lo que tópicamente se llama “vocación de estilo” y, en ocasiones  se lleva mal con la sintaxis, como si fuese una yuxtaposición de estilos. Para dilucidar culpas sobre la desertización cultural y política de España, no se requiere un estilista, sino un investigador temerario y valiente. Las reiteraciones son abundosas; de haberlas evitado, Morán se hubiere ahorrado muchas páginas. Tiene, en cambio y con frecuencia, un fulgor asesino, el brillo navajero de una frase homicida que incendia y aniquila.

 Omito las frases lapidarias referidas a  amigos y conocidos porque este comentario no pretende ser neutral. Pero no me resisto a poner algunos ejemplos;  Jesús Fueyo: “una acémila filosófica, permanentemente beoda”; Rafael García Serrano: “un Hemingway de Sanfermines”, el pensamiento de Aranguren, sólo el pensamiento: “en ocasiones parece un beodo al que le falta la última copa”.  Y Mario Pifarré, un decano de Universidad, era  “un forajido con birrete”. Y Carrillo, “un chamarilero de la política”. Y así. Por lo que tiene de fermento histórico de una impostura, la frase más  aguda es:  El País, parodia del intelectual colectivo”. Donde dice colectivo, yo añado orgánico.

 Cosas sabidas, pero no contadas.

Parte de lo que cuenta es sabido y quisiéramos que muchas cosas no  fueran verdad; son demasiados ídolos destrozados,  famas aventadas al bieldo,  imposturas iluminadas sin piedad.  Lo cual no quita traumática veracidad a El cura y los mandarines. Aunque mucha gente no tuviera claro el submundo del que procedía la democracia, sabíamos que esta  nacía tocada de ala. Es evidente que la Transición y la cultura de la Transición la rigieron los vencedores y los hijos de los vencedores del 39 y iban a arrasar, eso estaba claro, con el legado histórico. Ahí entra la sagacidad de Morán que  contradice siempre las tesis  oficiales.

 Es esclarecedor el subtítulo, Historia no oficial del bosque de los Letrados prestado por Wu Gingzi,  de este libro de escándalo y censura. Planeta llegó a considerarlo impecable y necesario antes de que otro cura, García de la Concha, le pusiera la proa: Cultura y política, esa es la madre del cordero; cultura e ideología.  Y negocio que, a la postre, parece ser la causa primera y única de la fulminación por parte de Planeta.

Los negocios de Planeta con  la RAE

 Once páginas han tenido la culpa de la interdicción; once páginas que Planeta pretendía  quitar al texto de  Gregorio Morán, un autor cimarrón y asilvestrado que, obviamente, no iba a pasar por el aro. Como en otras ocasiones, ante un autor y un libro chamuscado en la hoguera,  Akal acudió al rescate. Ese capítulo, el penúltimo, Los Académicos, no es el más venenoso del libro. Y Morán podía haber ido mucho más lejos. El vitriolo devastador del resto es más letal, en especial para la naturaleza y esencia de El País. Entre lo poco que se salva de la quema, un artículo de Pedro G. Cuartango, sobre los trapicheos de la RAE.

 En contra de lo que pueda deducirse,  el cura a que alude e título, no es García de la Concha, sino Jesús Aguirre, el académico, cura,  hijo de soltera y duque de Alba como ya se ha dicho, condiciones que, por sí mismas, no deben ser ningún contradiós inculpatorio. Pero estas circunstancias personales, en la posguerra de Santander, tuvieron que ser un trago. Peor es que Aguirre, del que solo se conocen algunos prólogos  y una recopilación de sus sermones, que conservo como si fuera un incunable, pasara por escritor. Lo suyo era la edición. Taurus,  de consuno con El Pais, fue  su  puesto de mando antes de ser duque de Alba consorte.   

Las razones de Morán para hacer de Aguirre eje de El cura y los mandarines no son  de índole intelectual, sino de la desvergüenza ejemplar de la impostura que, en el fondo, es la savia del libro. Libro ácido, temerario, que ilumina la opacidad cruenta de nuestra historia. Y que, por su peripecia editorial, descubre el poder omnímodo de los mandarines, precursores de libertad y luego transformistas.  No le darán a Moran por este libro el Premio Nacional de Literatura, ni le ofrecerán un sillón en la Española. Hay que leerlo  para averiguar por qué.

2) Jesús Pardo, literatura del escarnio.

Y ya que he traído a colación a Santander y Jesús Pardo, bueno será que diga algo de su última novela Rojo y Perla. Sigue los derroteros, o parecidos caminos, de sus libros anteriores: autobiografía, alcohol, sexo, periodismo. Las cloacas del periodismo, los viajes por los países del telón de acero cuando la Guerra Fría. Las novelas y las memorias de Jesús Pardo son pura transgresión moral, política y de lenguaje. Tiene pasión por los neologismos de invención propia, por las adjetivaciones sorprendentes; y por el sexo como resumen de una liberación crispada, indolente a veces pero con frecuencia,  compulsivo y volcánico: amor y odio, desdén, prostitución política y de la otra,  que, con frecuencia coinciden en alguna mujer de alta cuna y de baja cama, señuelo de turbios asuntos políticos: Santander, Madrid, el mundo. La mediocridad  de los lameculos del  periodismo y de la diplomacia, la infinita servidumbre. Y las corresponsalías en el extranjero y los viajes por los países del telón de acero.

 Juntos hicimos un viaje a la Rumanía de Ceaucescu; nos agasajaron de mil maneras, unos golfos nos (me) timaron en la calle,  aunque éramos invitados de honor; caímos gozosamente en todo,  menos en el garlito de escribir una biografía de Ceaucescu; nos juramentamos  para escribir, si había que escribir de algo, sólo sobre el Conde Drácula; Vlad Tepes,  el Empalador: Dracul, señor feudal de los Cárpatos

Siempre el sarcasmo y siempre la literatura como ajuste de cuentas personales y colectivas. Jesús Pardo pertenece a la literatura del escarnio y el vilipendio; menos en sus libros de historia sobre Aureliano o Trajano: “animula, glandula, vagula”; menos en su poesía en la que vierte su yo más íntimo y menos escandaloso.

2 comentarios:

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  2. El Cazador de Erratas4 de enero de 2015, 14:00

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