Vuelvo a mi lectura habitual de vacaciones, la
novela negra, ya saben Hammet, Chandler,
Chester Himes et alii tras concluir El cura y los mandarines, que es en
cierta medida, literatura negra, negrísima de la política y la cultura: entre
el abatimiento y la resurrección. Echo de menos referencias más intensas y
explícitas a Escuela de mandarines, de
Miguel Espinosa. Me impongo una relectura del escritor murciano
fallecido a destiempo.
Este libro, a su autor no le dará gloria, sino
vilipendio. A título personal, no puedo evitar el regocijo por el escalpelo
sin piedad que aplica a Juan Benet. Nota
al margen y personal: el autor de Otoño. Madrid
1950, quizá su mejor obra, creo que nunca superó la sombra magnífica de su
hermano Paco, muerto en los desiertos de Iran, que siempre se le adelantó
en todo, como el propio Juan reconocía en ocasiones; Juan era una
botella de güisqui parlante; no sabía mear lo que bebía. Y alguien
que no sabe mear lo que bebe, no puede ser buen escritor.
Y una
rotunda gratitud; Gregorio Morán encabeza cada capítulo
con versos de Los muertos, de José Luis hidalgo y de El libro de las alucinaciones, de José Hierro, de varios libros de Javier Egea, tres poetas cumbres de la
segunda mitad del siglo XX. Y de Felix Francisco Casanova y
de Pablo del Aguila, casi
desconocidos para mí hasta ahora, buscaré sus versos; cinco malditos, dentro de
la reducida nómina de malditos de la poesía española. Partiendo de estos
modelos, es comprensible que Morán deteste los novísimos del fraudulento José Maria Castellet. Sin excepción.
La turbulenta vida de José Hierro.
Nunca la tumultuosa biografía de Hierro, que Moran abre en
canal en este libro, podrá borrar la
trémula confesión de Las alucinaciones; sigo fiel a Hierro porque,
entre otras cosas, el vitriolo de Morán me descubre poco que no supiera ya de primera mano. Respecto a Egea, lo tengo como el más notable de lo que pudiéramos
llamar escuela granadina del tardofranquismo, palabra atribuible a Umbral,
al que Morán detesta. Egea, visionario
en 1976: “en este mar que nace no quiero que navegues/ naufragarás sin
nombre/lejana nave mia/distante barco azul”/ Aprovecho este comentario para una
restitución a Javier Egea. En mi libro Historias
golfas e intelectuales del Café Gijón, los duendes del ordenata,
atribuyeron a Javier, “suicida y comunista”, el nombre de Julio Alfredo, su tio, alcalde falangista y franquista -me señala
Ángel García López- además de poeta. Gracioso ¿no?. La evidencia
quizá no necesitara aclaración; pero mejor así para los cazadores de erratas.
La escuela granadina de la Nueva sentimentalidad, como movimiento, hace tiempo que entró en
desguace: Javier Egea, suicidado; García
Montero, devenido en sociata sin llegar a intectual orgánico del Psoe, buen poeta sin embargo; Álvaro Salvador, muy activo antes, silencioso hoy. Cuando Moran habla del entreguismo al
“socialismo gubernamental” de la poesía antes militante, se olvida de Carlos Alvarez, que nunca fue mandarín
eso está claro. Ni entreguista. Aquí sólo se habla de mandarines.
Piedra de escándalo.
¿Cómo un libro se convierte en piedra de escándalo antes de publicarse, tal
como ha ocurrido con El cura y los
mandarines? Materia no le falta, pero el propio autor precisa más: “en
ocasiones los libros son como las armas
de fuego: los carga el diablo”. Planeta ha sido el diablo que ha cargado este
texto, tras elogiarlo hasta la desmesura y luego parar su publicación, y Akal el artillero que ha
disparado. La munición la suministra, naturalmente, el autor. Los mandarines,
los que iban para críticos y subversivos, los que partieron el bacalao de la
discrepancia y acabaron en mayordomos
del poder, creadores de opinión y
mayordomos institucionales. Ahí está el
detalle.
El libro empieza en Santander eres novia del mar, bolero de Jorge Sepúlveda, un republicano que hubo de emboscarse en bolerista
para no ser depurado, como afirma Gregorio Morán. Tantas veces arrimando material, sin sospechar que Sepúlveda era Luis Sancho Monleón, un puto rojo. Tenía razón Gerardo Diego -“huevo de águila, a Franco nombro”- cuando en el Gijón afirmaba que, en la posguerra,
Santander era más importante que París.
Santander, origen del mandarinato.
Gregorio Morán
recoge otra definición, ajena a Diego, la de Atenas del Norte, que es un
rango superior. Yo tengo una imagen de
Santander sacada de las novelas de Jesús Pardo, feroces y
descarnadas, sobre la élite social santanderina, que era la de
su familia. Ahora es preciso morir o Autorretrato sin retoques son un
ajuste de cuentas con su familia y consigo mismo.
Santander viene a cuento porque Jesús Aguirre, el cura, es el hilo conductor, aunque intermitente
de este libro: santanderino nacido en Madrid, hijo de soltera, cura, maricón y Duque de Alba
como es sabido y Gregorio Morán data
y documenta en El cura y los mandarines.
La talla intelectual y política del Duque de Alba consorte, entre lo patético y
lo ridículo, no da para tanto hasta que en el último tramo, despreciado por
todos, explota con inusitada fuerza expansiva. Pero el Duque es espejo de
arribistas y trepadores, modelo de la impostura intelectual del tardofranquismo, la Transición y la
democracia pútrida.
De cura a Grande de España.
Pese a todo, nadie le quitará el mérito de haber sido
antifranquista, desde el confesonario y el púlpito de un Colegio Mayor y las capellanías de la Ciudad Universitaria. Este Duque de
Alba que se promete a la mayor Grandeza de España, siendo bujarrón y todavía
sin secularizar, este jerifalte está necesitando un Valle Inclán; con todos los
respetos, creo que le viene grande a Morán. Jesús Aguirre es un presbítero, dandy y heterodoxo, que acaba en dama ajada y resentida, como una actriz a la que nunca dieron el primer papel.
El máximo grado de desprecio se lo otorga
Gregorio Morán a Pedro Laín Entralgo, pendón de un falangismo franquista, que
siendo mandamás, como siempre, en la
democracia e ideólogo del El Pais, pretendió
redimirse con Descargo de conciencia; libro que
no es una apuesta de riesgo, como su amigo
Dionisio Ridruejo, sino una indecente manera de
resituarse. Para Ridruejo tiene Gregorio
Morán un respeto imponente, lo mismo que para Manolo Sacristán, -máximo
exégeta de Gramsci y de Marx-
miembro del Pce-Psuc desde 1956. Respeto también para Sánchez Ferlosio, convicto y confeso de
un acto innoble, según propia confesión; apoyar a Javier Pradera y Felipe González, en el sí a la OTAN. Juegos malabares entre el sí y el no de los gurús más representativos: sólo 5 rotundas negaciones: los dramaturgos Buero Vallejo y Antonio Gala, el filósofo Savater y los periodistas Manuel Vicent, Vázquez Montalbán y Raúl de Pozo .
Escarnios para Castilla del Pino y Haro Tecgen, con casi toda su prole suicidada: malvados héroes de tragedia griega, sobre todo el psiquiatra Castilla del Pino exfalangista alucinatorio. Ridruejo y Sacristán, desde posiciones antagónicas, son dos cabezas pensantes siempre a la contra, con las que ni amigos ni enemigos sabían qué hacer. En ambos hay raíces joseantonianas, que Sacristán explica por el entronque de José Antonio con Ortega y Gasset y Dionisio por haber sido del equipo titular. Morán no la cita, pero yo recomiendo Dionisio, una pasión española, de Ignacio Amestoy. Ambos serán repudiados y perseguidos por propios y ajenos.
Escarnios para Castilla del Pino y Haro Tecgen, con casi toda su prole suicidada: malvados héroes de tragedia griega, sobre todo el psiquiatra Castilla del Pino exfalangista alucinatorio. Ridruejo y Sacristán, desde posiciones antagónicas, son dos cabezas pensantes siempre a la contra, con las que ni amigos ni enemigos sabían qué hacer. En ambos hay raíces joseantonianas, que Sacristán explica por el entronque de José Antonio con Ortega y Gasset y Dionisio por haber sido del equipo titular. Morán no la cita, pero yo recomiendo Dionisio, una pasión española, de Ignacio Amestoy. Ambos serán repudiados y perseguidos por propios y ajenos.
El cura
y los mandarines carece de lo que
tópicamente se llama “vocación de estilo” y, en ocasiones se lleva mal con la sintaxis, como si fuese una yuxtaposición de estilos. Para dilucidar culpas
sobre la desertización cultural y política de España, no se requiere un
estilista, sino un investigador temerario y valiente. Las reiteraciones son
abundosas; de haberlas evitado, Morán se hubiere ahorrado muchas páginas.
Tiene, en cambio y con frecuencia, un fulgor asesino, el brillo navajero de una
frase homicida que incendia y aniquila.
Omito las frases lapidarias referidas a amigos y conocidos porque este comentario no pretende ser neutral. Pero no me resisto a poner algunos ejemplos; Jesús
Fueyo: “una acémila filosófica, permanentemente beoda”; Rafael García Serrano: “un Hemingway de
Sanfermines”, el pensamiento de Aranguren,
sólo el pensamiento: “en ocasiones parece un beodo al que le falta la última
copa”. Y Mario Pifarré, un decano de Universidad, era “un forajido con birrete”. Y Carrillo, “un chamarilero de la
política”. Y así. Por lo que tiene de fermento histórico de una impostura, la
frase más aguda es: “ El
País, parodia del intelectual colectivo”. Donde dice colectivo, yo añado
orgánico.
Cosas sabidas, pero no contadas.
Parte de lo que cuenta es sabido y
quisiéramos que muchas cosas no fueran
verdad; son demasiados ídolos destrozados,
famas aventadas al bieldo,
imposturas iluminadas sin piedad.
Lo cual no quita traumática veracidad a El cura y los mandarines. Aunque mucha gente no tuviera claro el
submundo del que procedía la democracia, sabíamos que esta nacía tocada de ala. Es evidente que la
Transición y la cultura de la Transición la rigieron los vencedores y los hijos
de los vencedores del 39 y iban a arrasar, eso estaba claro, con el legado
histórico. Ahí entra la sagacidad de Morán que
contradice siempre las tesis
oficiales.
Es esclarecedor el subtítulo, Historia no oficial del bosque de los
Letrados prestado por Wu Gingzi, de este libro de escándalo y censura. Planeta
llegó a considerarlo impecable y necesario antes de que otro cura, García de la Concha, le pusiera la
proa: Cultura y política, esa es la
madre del cordero; cultura e ideología.
Y negocio que, a la postre, parece ser la causa primera y única de la
fulminación por parte de Planeta.
Los negocios de Planeta con la RAE
Once páginas han tenido la culpa de la interdicción;
once páginas que Planeta pretendía
quitar al texto de Gregorio
Morán, un autor cimarrón y asilvestrado que, obviamente, no iba a pasar por el
aro. Como en otras ocasiones, ante un autor y un libro chamuscado en la
hoguera, Akal acudió al rescate. Ese
capítulo, el penúltimo, Los Académicos, no es el más venenoso del libro. Y
Morán podía haber ido mucho más lejos. El vitriolo devastador del resto es más
letal, en especial para la naturaleza y esencia de El País. Entre lo poco que se salva de la quema, un artículo de Pedro G. Cuartango, sobre los trapicheos de la RAE.
En contra de lo que pueda deducirse, el cura a que alude e título, no es García de
la Concha, sino Jesús Aguirre, el académico, cura, hijo de soltera y duque de Alba como ya se ha
dicho, condiciones que, por sí mismas, no deben ser ningún contradiós
inculpatorio. Pero estas circunstancias personales, en la posguerra de
Santander, tuvieron que ser un trago. Peor es que Aguirre, del que solo se
conocen algunos prólogos y una
recopilación de sus sermones, que conservo como si fuera un incunable, pasara
por escritor. Lo suyo era la edición. Taurus,
de consuno con El Pais, fue su
puesto de mando antes de ser duque de Alba consorte.
Las razones de Morán para hacer de
Aguirre eje de El cura y los mandarines
no son de índole intelectual, sino de la
desvergüenza ejemplar de la impostura que, en el fondo, es la savia del libro.
Libro ácido, temerario, que ilumina la opacidad cruenta de nuestra historia. Y
que, por su peripecia editorial, descubre el poder omnímodo de los mandarines,
precursores de libertad y luego transformistas.
No le darán a Moran por este libro el Premio Nacional de Literatura, ni
le ofrecerán un sillón en la Española. Hay que leerlo para averiguar por qué.
2) Jesús Pardo, literatura del escarnio.
Y ya que he traído a colación a Santander
y Jesús Pardo, bueno será que diga
algo de su última novela Rojo y Perla. Sigue
los derroteros, o parecidos caminos, de sus libros anteriores: autobiografía,
alcohol, sexo, periodismo. Las cloacas del periodismo, los viajes por los
países del telón de acero cuando la Guerra Fría. Las novelas y las memorias de Jesús Pardo son pura transgresión moral,
política y de lenguaje. Tiene pasión por los neologismos de invención propia,
por las adjetivaciones sorprendentes; y por el sexo como resumen de una liberación
crispada, indolente a veces pero con frecuencia, compulsivo y volcánico: amor y odio, desdén,
prostitución política y de la otra, que,
con frecuencia coinciden en alguna mujer de alta cuna y de baja cama, señuelo
de turbios asuntos políticos: Santander, Madrid, el mundo. La
mediocridad de los lameculos del periodismo y de la diplomacia, la infinita
servidumbre. Y las corresponsalías en el extranjero y los viajes por los países
del telón de acero.
Juntos hicimos un viaje a la Rumanía de Ceaucescu; nos agasajaron de mil
maneras, unos golfos nos (me) timaron en la calle, aunque éramos invitados de honor; caímos
gozosamente en todo, menos en el garlito
de escribir una biografía de Ceaucescu; nos juramentamos para escribir, si había que escribir de algo,
sólo sobre el Conde Drácula; Vlad Tepes,
el Empalador: Dracul, señor feudal de los Cárpatos
Siempre el sarcasmo y siempre la
literatura como ajuste de cuentas personales y colectivas. Jesús Pardo
pertenece a la literatura del escarnio y el vilipendio; menos en sus libros de
historia sobre Aureliano o Trajano: “animula, glandula, vagula”;
menos en su poesía en la que vierte su yo más íntimo y menos escandaloso.
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