viernes, 17 de noviembre de 2023

MURIEL FEINER, UNA NEOYORKINA ,  ESPAÑA Y UN BANDERILLERO

 Muriel Feiner,  a través de un amigo común, Juilán Agulla, a quien se debe un catálogo  exhaustivo de toros  famosos en la historia de la corrida, me ha enviado  su libro Mi barrio de las letras, publicado  por  Editorial Temple, en la que anda hace tiempo enredado mi paisano Vidal Pérez Rodríguez. El libro tiene un prólogo firmado por José Luis Martinez Almeida,  actual alcalde de Madrid. A mí los alcaldes de Madrid, por una cosa o por otra, me han interesado siempre. El que más, mi amigo, salvando distancias  de edad y sabiduría, el viejo profesor represaliado por el franquismo, don Enrique Tierno Galván, que se definía ateo, pero estaba convencido de que ¨´dios  no abandona nunca a los  buenos marxistas¨´. Textual. Este fue instigador de la Movida, movimiento inconformista contra la moral esclerotizada y roma de una Transición a medio hacer; la Santa Transición, así bautizada por Francisco Umbral. Por razones muy distintas, también me interesó,  y tuve  contactos periodísticos, el Conde de Mayalde, Escrivá de Romani, ganadero de bravo, gatillero del amanecer en su fascista juventud, se dice que responsable de haber echado de España, tras brutal paliza,   al gran Miguel de Molina,  revolucionario de la copla,  “por rojo y por maricón”. (Sic)

Muriel Feiner, neoyorkina, vino a España muy joven para hacer una tesis académica y se encontró con los toros y el flamenco. Se casó con un matador, Pedro Giraldo, que acabó pasándose a  los palos, cuando los contratos empezaron a escasear. Pedro Giraldo, ¡!va por usted!, palentino como Marcos de Celis, gran capotero años cincuenta, es un buen tercero. Con las virtudes que se le exigen a un tercero, eficacia en la brega y acierto con la puntilla en caso de necesidad.

Pero volvamos al libro de Muriel, Mi barrio de las letras, que puede ser el barrio mío y el de mi generación,  aunque nunca lo llamamos así, aquéllos  que llegamos a Madrid con ganas de comernos el mundo y, lo que es peor, acabamos comiéndonoslo.   Hay que tener  mucho audacia y mucha pasión, siendo neoyorquina, para escribir de una ciudad sobre la que han escrito Ramón Gómez de la Serna, don Ramón María del Valle Inclán, Francisco Umbral, Ernest Hemingway y otros padres procesales  y costumbristas celebérrimos.  Y a la que Paul Elouard llamó capital de la gloria, cuando la Incivil guerra del 36. Y a la que antes don Antonio Machado la había definido como rompeolas de todas las Españas.

 Nuestro mapa madrileño, el de mi generación bohemia y noctívaga, podría establecer sus límites en el Café Gijón del Paseo Recoletos y el Corral de la Morería, tablao flamenco al lado del viaducto que tenía las mejores  bailaoras, las mejores  guitarras  y el mejor jamón del mundo mundial. Al jamón, a la manzanilla de Sanlucar y al vino fino de Jerez  nos invitaban pintores y escritores con posibles, Enrique Navarro por ejemplo, que saldaba sus cuentas con cuadros. Pintura por manzanilla de Sanlúcar y jamón de Guijuelo. Era un gran retratista , vivía encima del Café Gijón y de él conservo un magnífico retrato que me hizo con una dedicatoria más magnífica aún ¨´a Javier Villán, contra todos¨´. Le duró una hora, justo el tiempo que nos duró la botella de tinto rioja que habíamos subido. Enrique quería retocarlo, pero no se lo permití, déjalo, no lo toques ya más que así es la rosa” Juan Ramón.

Los escasos de dinero y abundantes de hambre, que éramos muchos,  comíamos en la taberna Carmencita de la calle Libertad,  por ocho pesetas y cincuenta céntimos, y aun podíamos repetir del primer plato si no había exceso de clientes  y  sobraba. Años más tarde en la misma calle, un grupo de amigos capitaneados por el poeta e historiador, Emilio Sola, fundamos La Vaquería, centro de lectura, amores fugaces, vinos y jarana, que una madrugada dinamitaron los  Guerrilleros de Cristo Rey. Estos fornidos patriotas tuvieron la delicadeza de hacerlo cuando nosotros estábamos fuera y durmiendo. Los Guerrilleros era una partida de mozallones gigantescos, ultrafascistas al mando de un señor bajito, Sánchez Covisa, al que llamábamos el enano.  Podría entrar en detalles y aventuras,  pero  no es el caso y serían mis  Memorias  y no las Muriel Feiner. Estás breves notas solo pretenden la celebración  y reconocimiento, de una neoyorkina, fotógrafa  y escritora,  enamorada de España. Me parece muy oportuno su guiño a la tauromaquia y al flamenco, pues ambas disciplinas siempre fueron de la mano.  Especialmente  significativo  para mí,  es el recuerdo que dedica a Gayango taberna flamenca con un cuarto de cabales donde los privilegiados podíamos escuchar cante jondo de verdad. De Gayango, el dueño y camarero servicial, se sospechaba que era confidente de la policía, por lo cual éramos pródigos en el bebercio, pero muy parcos en el hablar.

 Allí conocí a la estrella italiana de cine, Gina Lollobrígida, que a muchos nos gustaba más que su eterna rival Sofía Loren. A Gina; la acompañaba un  macarrilla, un chulángano que le estaba robando la cartera a la vista de todos.  Gayango confidente policial, no lo sé. Pero franquista lo era a tope. Me lo encontré haciendo cola y llorando para decir adiós a Franco, cuya capilla ardiente se había instalado en el Palacio de Oriente cerca del balcón desde el que pronunciaba sus discursos sobre la conspiración  judeomasónica internacional. Evento que yo estaba cubriendo, de encargo, para alguna revista de la entrepierna, el corazón y otras vísceras, .

De Gayango, taberna, elogiado por Muriel, tengo  estupendos recuerdos  de los ratos que compartí allí con Beppo Abdullwahad y Pepe  de la Matrona, que me invitaban a vino y bocadillo de jamón. Beppo era  una pintora inglesa, acuarelista más bien, casada con un príncipe árabe, también inspirado acuarelista, de ahí el apellido Abdullwahad. Este príncipe se suicidó, tirándose por el hueco de un ascensor, al enterarse de que Beppo le ponía los cuernos con un banderillero. Los amigos del príncipe  juraron matarla y tuvo que salir huyendo de París. Al menos eso me contaba Francisco Alcaraz, pintor de la escuela  indaliana,  Almería, que la había conocido allí. Alcaraz, en París,  no solo aprendía pintura y frecuentaba el estudio de Picasso, era también un fugitivo de su esposa almeriense que le daba unas palizas de muerte no sé por. Y él Paco, tampoco lo sabía. Ni Luis Cañadas, su casi hermano, gran muralista y pintor. Ni siquiera lo sabía Capuleto, muy dotado para la pintura, quizá el que más de los indalianos, que prefirió hacerse millonario construyendo y explotando hoteles.

 Pepe el de la Matrona era mi protector y una autoridad del  jondo,  y le habían dado un premio en la Sorbona de París, por una Antología del Flamenco que le dio fama universal.  Amigo y benefactor, pero su cante no me gustaba: le faltaba el quejío, el rajo gitano, que a mí me fascinaba y sigue fascinándome; un suponer, Camarón,  Rancapino y Terremoto de Jerez del que me he propuesto escribir, pues se lo prometí, una biografía;  y Rafael Romero, el Gallina, que cantaba en Zambra, tablao del Ministerio de Cultura de entonces, me parece. Sin embargo, Juanito Varea no era gitano y bordaba la soleá y, a veces,  los cantes sin guitarra.

Volviendo al libro de Muriel Feiner, se trata de un trabajo colosal al que ha dedicado tres años y  que yo he leído con gusto. Hoy sé más de  Madrid y más, acaso, también  de toros y de flamenco, sobre los que siempre vierto una mirada crítica y deformada de especialista. Una mirada lejos de la inocencia entusiasta de Muriel, esa inquieta muchacha neoyorkina que vino a España para una tesis doctoral,  se enamoró de un torero,  Pedro Giraldo, se casó y se quedó aquí por siempre jamás amen.

 

 


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