sábado, 2 de diciembre de 2023

Concha Velasco. Éxtasis Teresiano y amor humanísimo

La historia de España  debe estarle agradecida a  Concha Velasco; ha conseguido rescatar de la locura a doña Juana, una histérica de amor por Felipe el Hermoso; guapo, político, felón. Y mujeriego, acaso el rasgo más noble de su carácter.  Y agradecida también a Ernesto Caballero, por supuesto. Y puestos a reconocer agradecimientos, a Gerardo Vera. Juana era más que una mujer loca de pasión y esclava de los celos que le suscitaba un hombre sin escrúpulos. Éste buscaba en ella más  que el placer y el amor, disponible  por otras vías, su dote de heredera de los reyes de Castilla. Hubo éxtasis de amor, claro; éxtasis de cama luminosa y transfiguradora, pero pasaron pronto. O no tan pronto, da lo mismo. Y en la recreación escénica de esos momentos gloriosos de lujuria y amor,  Concha Velasco,  sensual y voluptuosa, está magistral. La verdad es que Concha Velasco está magistral en todo.

Ernesto Caballero con el texto de  Reina Juana ha puesto las cosas en su sitio. O si se prefiere en un sitio distinto del habitual en que estaban. Concha Velasco las ha puesto en el escenario de la Abadía; sobre un camastro paupérrimo e inhóspito en el que todo afán y toda incomodidad puede tener acomodo y recuerdo; desde las Cortes de Castilla y la corte de Gante hasta la prisión en un convento de Tordesillas. Allí, asomada al precipicio que da al Duero, Reina Juana revive los abismos y las cumbres de su vida. Y la sagacidad política que no pudo usar plenamente.

Concha Velasco, menuda, encogida en la calle y gigantesca en el escenario, ya no es la muchachita de Valladolid, hija de un militar con graduación,  que escapó a tiempo de la ciudad levítica y claustrofóbica y se vino a Madrid a comerse el mundo. Y lo cierto es que acabó comiéndoselo. Traía sólidos argumentos para tan dura empresa, que  disiparon muy pronto  cualquier  duda o recelo: unas piernas perfectas, como torneadas a mano en una alfarería de lujo,  y los ojos más luminosos del universo.

 Luego, como factores de otro peso, el don de la danza y el don de la canción.  Piernas, voz, baile, canciones. Toda una generación cantó las canciones de la Velasco que se ha ganado ya ese “la” singularísimo que distingue a las elegidas. Todavía hoy, en San Fermín  las peñas de la solanera   le meten marcha a la corrida cantando  Una chica Ye Ye; un orfeón de casi ocho mil voces en la solanera, la sombra no cuenta, que no desafina; aunque se haya bebido varias cosechas de rioja. El torero de turno puede estar fuera cacho, pero el orfeón vitivinícola,  siempre en su punto y en su sitio.

Cuesta llegar a esa cima que Concha Velasco ha alcanzado; pero, cuando se llega a ella,  nadie es capaz de bajarla   al valle y ponerla en penumbra. Con ese bagaje natural más una insólita capacidad de trabajo y de sacrificio, de amor por el teatro y un encaje absoluto, también,  en el cine de evasión,  Concha Velasco estuvo muy pronto en la raya de salida  como   ganadora segura.

 No es que desde aquellos días aurorales, haya crecido como intérprete; es que ha ido uniendo, amasando todas esas posibilidades naturales hasta configurar  una imagen de actriz completa,  necesaria y capaz: igual para la comedia, el drama o la tragedia.

Reina Juana es su cumbre por el momento. Y digo por el momento porque esta mujer septuagenaria tiene intención de seguir en la brecha, de morir con las botas puestas. Ha tenido la fuerza suficiente, y el carisma de sobrevivir a un cine de consumo, puramente alimentario, a anuncios  de lavavajillas para  amas de casa y mujeres  en general, necesitadas de higiene y purificación: compresas, pomadas  para hemorroides, laxantes para atascos intestinales. Apunte sociológico e ideológico para un debate de publicistas.

 Concha Velasco o el amor, capaz de querer hasta la extenuación y capaz de  afrontar su destrucción por un desamor. La destrucción o el amor, títuló Vicente Aleixandre uno de sus mejores libros. La o no tiene carácter disyuntivo, sino identitario. Juana ya no es Juana la Loca, pero en esos vislumbres tórridos ¿cuánto hay de Paco Marsó en el personaje de Felipe el Hermoso?   Paco Marsó era un chulo infiel, ludópata y drogadicto al que amaba con locura. Lo traigo a colación no porque su figura me interese especialmente, sino porque forma parte de la memoria y el recuerdo afectivo de Concha.  Muerto yo creo que aún lo ama.

En esta escena orgásmica con Felipe, teatralmente puede que haya algo  de Paco Marsó. Una mezcla de dolor y placer. Pero no parece que el dolor sea la base  de la interpretación a lo largo de la carrera de esta burbujeante muchachita de Valladolid. Concha Velasco tiene, por supuesto,   su técnica actoral qué duda cabe.  Pero de estar agarrada a algo  sería a la capacidad de transformación sin padecimiento; el don de trasmitir, desde ángulos dispares,  sentimientos contrapuestos,  sin que estos sentimientos la atormenten como actriz.  Esta creo yo, es la primera lección de Reina Juana, la lección paradójica de una comedianta insigne.

 Primero fue el cine. Al poco de llegar a Madrid tuvo la suerte de encontrarse con uno de los mejores directores de aquel momento, José Luis Sáenz de Heredia que se enamoró de ella, le puso techo en su casa de la Avenida de  Burgos, un piso más arriba, donde la conocí,  y la hizo estrella. O al menos contribuyó a que escalara peldaños con una rapidez vertiginosa. Sáenz de Heredia no es que fuera Luis Buñuel, pero era un buen artesano, esa virtud, la artesanía, desdichadamente perdida en todas las esferas de la inspiración creadora. Buñuel lo apreciaba mucho,  quiso incluirle en su productora, y le salvó del fusilamiento por lo rojos.

 Fue un buen hombre para Concha Velasco. Y tenía mucho mando en los aparatos del poder.  Primo de José Antonio,   era falangista de Franco más que falangista del fundador de la Falange. No es lo mismo, aunque lo parezca. Por entonces  era el cineasta de cámara del  dictador del Pardo. Director de películas como Raza, con guión de Jaime de Andrade, o sea el propio Franco, y Franco ese hombre, documental hagiográfico del Caudillo que le valió a éste elogiosísimas críticas. En un libro recopilatorio de las más impúdicas alabanzas a Franco se lee, referido a su talento de actor: también …

Luego Concha Velasco se unió a Juan Diego, líder de la subversión comunista del momento. O sea que Concha pasó del falangismo al rojerío, con más  fervor por este que por aquel, dicho sea en su honor. No creo que Juan Diego fuera tan bondadoso  como Sáenz de Heredia ni tan canalla como Marsó. Pero la unión no duró demasiado. Luego vino su triunfo como actriz de teatro que me interesa mucho más que los éxitos de actriz de cine. Por deformación profesional de crítico, considero que es en las tablas donde el intérprete manifiesta su verdadera esencia. De su cine, salvo  Pim pam pum fuego, no creo que haya  cosas de especial relieve. Y el premio Valle Inclán que ella, con ese austero humor castellano de Valladolid atribuyó a la piedad del jurado por su cáncer. Pero no había tal. La habíamos premiado no por su cáncer, sino por  su voz, sus canciones, su danza, su corazón tan duramente castigado.


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