martes, 19 de diciembre de 2023

Concha Velasco. Locuras de amor

Los obituarios del mundo publicados en todos los periódicos, dicen que Concha Velasco ha muerto. Pero yo no creo que sea verdad. Las diosas son eternas. Y yo tuve un honor, que nadie ha tenido ni  tendrá jamás;  Concha Velasco en Almagro, tras una prodigiosa   Reina Juana, oratorio de Ernesto Caballero dirigido por  Gerardo Vera (in memoriam), se postró ante mí, rodilla en tierra y me besó  la mano públicamente. Luego llamó a sus nietos que andaban por allí cerca, les ordenó me trajeran una copa de cava y dijo “sabe tanto de mí que bien pudiera escribir mi biografía, pero también sé que Javier Villán nunca lo hará”. Sabía, por ejemplo, porque ella me lo había contado, que el padre de su hijo Manuel Velasco,  era Fernando Arribas, casado, operador de cine, al que amó con locura y al que renunció por no destrozar una familia. No contaré nada que la gente no sepa y una biografía así carece de morbo y deA esa muchachita de Valladolid, de gozosas piernas esculturales,  columnas jónicas, dóricas o corintias a elegir, hija de militar, la conocí una tarde en la Avenida de Burgos en el piso  del director de cine Saenz de Heredia.  Concha Velasco, espléndida y luminosa, entraba de la calle  envuelta en un visonazo imponente. El conserje me había dicho “Conchita no está,  pero puede usted esperarla en casa de Saenz de Heredia, que vive un piso más abajo. Yo se lo diré cuando ella llegue, está al caer. Y avisaré ahora a don Ricardo”. Don Ricardo era un hombre generoso, primo de José Antonio Primo de Rivera, director de la película Raza, con guión del propio Franco, y de Franco, ese hombre, un documental que enardeció a los franquistas, o sea a más de media España, por no decir la España entera, los que no estaban en la cárcel o el exilio. O fusilados,  que no podían manifestar su opinión ni a favor ni en contra. El documental era un bodrio.  Sáenz de Heredia era una autoridad omnipresente y omnipotente en el cine oficial de aquellos años. El cineasta oficial del régimen. Un buen artesano muy capacitado que había gozado de la confianza de Luis Buñuel que, además, según cuentan algunos, le salvó de ser fusilado por los republicanos, y le protegió hasta que Saenz de Heredia logró pasarse a zona nacional. Esta es una etapa obscura de la vida de Saenz de Heredia y en cierta ocasión quise hacerle una entrevista para que me la explicara. Era reacio a las entrevistas y, al argumentar yo, para convencerle, que se publicaría mundialmente en ocho idiomas contraargumentó con lógica aplastante, “si me van a llamar hijo de puta en ocho idiomas, me basta con que me lo llamen en uno”.

 Ese dia en que la conocí,  la Velasco  llegaba de la calle, guapísima, con un abrigo de visón   imponente, iluminando la estancia con el destello de sus ojos. En la carrera cinematográfica de Concha, el poder de Sáenz de Heredia fue  un hombre clave. Luego, Concha se enamoró de Juan Diego, y en un triple salto mortal sin red pasó del falangismo al comunismo; pero siempre mantuvo un recuerdo agradecido a Sáenz de Heredia. Yo era amigo de Juan Diego, in memoriam,  que entonces actuaba de estrella fulgurante en no sé qué obra  del Infanta Isabel y era el líder de la tropa teatral rebelde e insumisa. Más que amigo de Juan, yo era una especie de machacante, como los del ejército,  o asistente personal, lo cual me permitía ver la obra entre cajas, circunstancia que da una visión muy especial del teatro. Entre función y función, les llevaba a él y a Concha Velasco que estaba de visita, bocatas de jamón y de salchichón al camerino donde siempre había juerga y desmadres que nunca contaré. Juan me recompensaba con un bocata, o dos,  para mí, cena de la noche y comida del día siguiente, cosa que aliviaba mis penurias de aquellos momentos inciertos y gozosos. Era el tiempo, agotador para los actores,  de dos funciones diarias, una a las ocho y otra a las once. Pero era también el tiempo del amor al teatro, pues las dos funciones solían llenarse de un público fervoroso. Y entendido. Un público que expresaba su aprobación con ovaciones sostenidas, en pie, obligando a los intérpretes a saludar varias veces, y su desacuerdo,  con el temible pateo, también sostenido. A ese pateo, lo llamábamos meneo y en Madrid los hubo sonados y de inolvidable recordación que no quiero citar para no reabrir heridas.

Concha ha sufrido en la vida más de lo que un ser humano puede soportar. Se casó con un tal Paco  Marsó, ludópata, drogata y dipsómano, según vox populi,  galán de teatro.  Marsó la arruinó varias veces, la chuleó en el sentido estricto del término, y Concha, en un momento dado de su vida, se encontró sola. Pese a lo cual,  seguía recordando a Marsó  como un gran amor, quizá la resaca última de su vida amorosa, aunque incomparablemente menor que el de Fernando Arribas, antes citado. Yo con frecuencia le decía, “Concha siempre te has enamorado a destiempo y de la persona equivocada”. Cerró su vida artística  haciendo una función que ni ella ni el público se creía,  escrita y dirigida por su hijo, Manuel Velasco. Qué no hará una madre por  un hijo, y más una madre como Concha Velasco.


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