jueves, 21 de marzo de 2024

 

La taberna, proletariado y costumbrismo.

 Del  Alabardero a Garibaldi

Ser tabernero es una ocupación noble, pero nada fácil. Lo sé porque mi padre era tabernero, yo fui tabernero, con taberna propia, un chiringuito playero en Canet de Mar;   y de taberna fueron algunos lances  poco edificantes de mi  asendereada vida. Ser tabernero en una tasca llamada Garibaldi, en pleno barrio del Lavapies castizo madrileño y con perspectivas  revolucionarias es doblemente complicado: a la revolución por la gastronomía. Primero hay explicar que Garibaldi fue un político y militar italiano que se alió con el rey Amadeo de Saboya para lograr la Unificación de Italia, entonces dividida en tribus. Lo vual no viene al caso.

 Dicho esto, estoy dispuesto a aceptar, con Pablo Iglesias, que la taberna es el último reducto del proletariado y la democracia. Pero conviene reflexionar sobre esta posible verdad. Primero está la economía; “economía Horacio, economía”, sentenciaba Hamlet. En este sentido una  tasca “solo para rojos”, tal como se anuncia,  será sin duda muy revolucionaria, pero temo que poco rentable. No son los rojos, sino los burgueses los más dotados económicamente. Y sin manduca ni libaciones abundantes no hay negocio, mírese por donde se mire. Además cómo saber si quien  se sienta a la mesa ¿es rojo, facha o mediopensionista?. ¿Habrá un cancerbero que nos pida el carné?.

 Una amiga, amante del buen comer y el buen beber y sus posteriores consecuencias gozosas, me cuenta que ha estado en Garibaldi y sin hacer caso de retóricas revolucionarias ni cartas doctrinarias, ha comido hasta hartarse. Tira un poco a rojilla, pero no es de izquierdas, es del PSOE. Los camareros, ante una comanda tan insólita allí, alubias blancas con chorizo,  lechazo  asado y ensalada de escarola, han tardado un poco más de lo normal en servirle, lo único que habrá que arreglar. Ese es el camino y la salida para su taberna de Lavapiés; casticismo y buenas guisanderas, señor don Pablo Iglesias, que la guisandera, antañón, en las fiestas patronales de los pueblos de Castilla, era mujer muy solicitada y de prestigio.  Si así se hiciere, cuente usted  conmigo y con mis amigos;  pero a estos no se le ocurra pedirles el carné de rojos o se producirá la desbandada. Como creo que ya he dicho, se han hecho del psoe.

Además, en una taberna, está la praxis cotidiana del funcionamiento. Lo que se llama el engranaje bien engrasado. A una taberna hay que dotarle de actividad no sólo gastronómica; hablo por supuesto en base a  la experiencia de la taberna de mi padre. Un suponer; los días de frio, nieve o lluvia, los campesinos se refugiaban en ella para calentarse y jugar al mus, al tute o al julepe, por el módico y miserable gasto de un porrón de vino con gaseosa. El porrón puede ser muy proletario,  pero es poco rentable. Y,  para estos tiempos de oropel y modernidad, me atrevería a afirmar que poco estético, Una taberna, por lo tanto, es cosa también de naipe. Los clientes  se juegan al julepe, o al tute,  el dinero que ahorran en bebida, o en comida, putas sardinas arenques o trozos de chicharro en vinagre, que a mí me gustaba con locura y era muy de jornaleros. Hoy día, sigo prefiriendo el chicharro al besugo de navidades.

La taberna del señor  Francisco y la señora Rosario, mis padres, era el ágora de la aldea y por ella pasaban todas las preocupaciones y alegrías de la gente del campo. Teníamos que abrir muy pronto, a las seis o máximo las seis y media,  pues, antes de empezar las faenas, los trabajadores pasaban por allí a tomarse un copa de orujo, o de mistela, un vino dulce pegajoso, o un sol y sombra, mezcla de ambos, nombre que también se daba a la mezcla de anís y coñac. El café era de puchero, pues no teníamos máquina. Mi madre lo dejaba hecho  por la noche y yo sólo tenía que recalentarlo de madrugada.

     En fin, que le deseo suerte a Pablo Iglesias con su taberna,  y puede contar con mi presencia  siempre que su condumio me satisfaga y plazca. Con la edad he reforzado mi condición burguesa de sibarita refinado. Literariamente la taberna en Madrid tiene buena imagen. Está por ejemplo la Taberna del Alabardero y su “rincón de Bergamin”, ¡sosiégate  corazón,  no te alborotes! Allí el maestro dejaba caer sus pláticas de insumisión y rebeldía ante un auditorio restringido, impecune  y mayoritariamente masculino.

 Forzoso es recordar para los amantes del teatro. La taberna fantástica, de Alfonso Sastre, in memoriam. Ideología, sangre y cuchillos. La protagonizó Rafael  Álvarez el Brujo, un Brujo en estado de gracia maldita, potenciada  por la dirección  de Gerardo Malla; y por un Carlos  Marcet, el tabernero, en los mejores momentos de su condición de actor.

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